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Consuelo García del Cid Guerra

Ley de Vida

Aceptamos la muerte de nuestros mayores, por dolorosa que sea, como una consecuencia de la vida. La pena no tiene peso concreto. Puede resultar insoportable, enfermiza o llevadera, e incluso es posible que nos produzca pánico. Rompe con todo cuando se presenta, y muchas veces no avisa. No es más fácil de asumir cuando se trata de una larga enfermedad o en el caso de un accidente súbito. Supone el final, de todas formas. Es un corte sucio que nos llena de angustia, un golpe bajo, traidor, definitivo.

La edad avanzada anuncia lentamente una despedida inevitable. Se asume como tal, y la llamamos “ley de vida”. Abuelos primero. Padres más tarde. Aun así, estamos a merced de las sorpresas desagradables cuando se nos van “demasiado pronto”. No hay tiempo para la separación definitiva. No somos dueños de la muerte de nadie, si supuestamente de nuestra propia vida. Las procesiones pueden ir por dentro o por fuera. Mostrar el dolor puede resultar indecente para muchos. El duelo es un castigo negro, no tiene espacio, pasa como un túnel a través de las entrañas. Se atasca, emprende de nuevo la marcha, acelera, se para. En ese desconocido vaivén andan los sentimientos a flor de piel y en carne viva para nuestro muerto. Dicen que todo pasa, que es cuestión de tiempo. Nadie se queda llorando durante el resto de sus dias. Las lágrimas se retiran después de haber destrozado y escocido los ojos, que miran hacia lugares internos desconocidos. Los recuerdos se amontonan, las culpas por no haber estado mas, no hablar mejor, no escuchar …y se retira como el cuerpo, inútil y apagado, ese temor primero tan cercano a la conciencia, que aflora como nunca, sin poder evitarlo. Incluso el sentimiento mas oculto se presenta de pronto, saliendo a la superficie en un escenario que no le corresponde y con formas obscenas.

“Te acompaño en el sentimiento”, se dice. Pero en realidad nadie nos acompaña porque es nuestro mas intimo rincón del alma, donde ninguno puede entrar, y donde la más absoluta de las soledades se instala por mucho tiempo.

La peor de las perdidas nos hace mejores. Pobre de aquel que no lo siente como tal, porque estará podrido interiormente. Los asuntos tienen otro valor, menor a todo, insignificante, nada. Los seres queridos son mas grandes y mayores. Lo pequeño es valioso, y ninguna grandeza material tiene sentido.

La pena es un proceso de lavado espiritual. Nadie, por malvado que sea, puede huir de esa pena, aunque llore solo una vez en la vida por un animal y jamás por un ser humano. En esa confusa cuantía se inclinan las balanzas de los sentimientos. Desequilibrados y deshechos seguiremos viviendo.

Sin embargo, sobrevivir a un hijo supone la peor condena. No existe tiempo suficiente para superarlo. La ley de vida actúa contra natura y es una muerte ilegal, pirata, traidora, traicionera, salvaje. Injusta sobre todas las injusticias. Mortal para el cadáver y para sus progenitores. Mortal de necesidad. Marca de por vida y nada vuelve jamás a ser como antes. Cambia la cara y el espejo del alma refleja a un herido de guerra, tatuado por siempre con el cuerpo y la sangre hasta el fin de nuestros días. El lado oscuro se presenta y se queda. No existe oración ni dios que pueda templar ese desgarro, y ninguna despedida será definitiva cuando un hijo se va. El tiempo de más es el tiempo que nos queda.

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