Blogia
Consuelo García del Cid Guerra

EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO

De nuevo la ciudad a punto de nieve mientras se baten, a sangre fría, multitud de reflexiones considerablemente serias por mi cabeza.

Retrocedo a los 90, cuando al iniciar un osado periplo empresarial partiendo de la nada y contra todo pronóstico, resulta que salió bien. Rectifico : Mejor.

Tenía por entonces quinientas de las antiguas pesetas por todo capital para destinar al proyecto, y un trabajo fijo que estaba dispuesta a abandonar en busca de la aventura antes que la fortuna. Quizá ansiaba una libertad condicional extraña. Había sido sindicalista  -una especie de Norma Rae a la española- , me explotaron como a tantos en distintos trabajos, tratándome bien, mal y normal, ante la necesidad de sobrevivir dignamente. Me sentí en ocasiones tan indigna como indignada. Guardo pocos recuerdos malos, sin embargo hay cosas que inevitablemente permanecen en la memoria como una sanguijuela por el daño que te hicieron, las horas convertidas en sufrimiento y rabia sin derecho al pataleo, consciente de tus propias responsabilidades ante el coste material de una casa, alimento y suministros. Dentro de ese pequeño equipaje se encuentra una empresa de cosméticos donde descontaban el escaso cuarto de hora que consumíamos para comer y los días de baja por enfermedad no existían como tales puesto que si no acudías a trabajar, no cobrabas. El fundador - jesuita rebotado- era un individuo cáustico y clásico que pretendía hacerse el bueno de vez en cuando y disfrutaba como nadie explotando a un pequeño grupo de jóvenes hacinados en un almacén sin ventanas donde se envasaban y estuchaban sus cremas. Retengo en la memoria su tono de voz, el sonido de aquellos pasos por todos temido y el sobre semanal con dinero en efectivo que  nos entregaban como a braceros campestres. Se pasaba por el forro los convenios, declaraba menos horas de las trabajadas por contrato y sin embargo sentía verdadero pánico a las denuncias. Ya era viejo, ahora lo es más, pero tiene el mismo rostro y la misma empresa, ya probablemente mecanizada. No era una buena persona pero probablemente sí un gran empresario puesto que se ha mantenido y actualmente incluso tiene delegaciones en el extranjero, aunque no sé si será cierto, puesto que desde el principio mentía en sus folletos añadiendo ciudades americanas que jamás había pisado. Resultó repugnantemente curioso el terror que le produjo mi denuncia. Tanto, que no dudó en pactar con el abogado por una cantidad superior a los seis meses que trabajé para él  como indemnización. Supe que me había estafado y con ello entraron en mi cuenta corriente por primera vez los seis ceros: Millón de pesetas. Con ellos pagué todas las deudas y me tomé una semana de reflexión a lo Scarlett O ´ Hara:

“ A Dios pongo por testigo que aunque tenga que robar o matar, jamás me volverán a explotar...”. No he robado, no he matado, y si me han explotado ha sido desde el otro lado y con la fuerza de una sociedad limitada constituida ante notario.

Nunca quise ser empresaria. Me arrastraron las situaciones y los hechos probados : Jamás tuve una paga extraordinaria, mi vida transcurría junto con los prorrateos legales hasta que me tiré a la piscina. El agua estaba fría, pero yo ardiendo.

La primera vez que transferí una paga extra a los trabajadores, intuí que lo estaba haciendo bien. No sabía que sabía. Ignoraba por completo mis capacidades negociadoras, esa habilidad como relaciones públicas y la capacidad casi inhumana de trabajo que albergaba dentro de mí. Pero dejé de escribir. Perdí aquella necesidad vital sin ser consciente de que se me iba la vida, el sentido, la razón. Ni una sola palabra, ni un verso perdido, ninguna historia. La máquina de escribir se llenaba de polvo, y un día la cubrí con su enorme funda gris de plástico. Fue como un broche maldito, cubierto de oro por fuera, pero maldito. Estaba ganando mucho dinero pero no era rica.

Tú decías: “Para ser un buen empresario hay que ser necesariamente un poco cabrón”.

Yo te contestaba siempre: “ Si no se es una buena persona no se puede ser un buen empresario”.

Y te reías a carcajada limpia como si yo fuera una insensata disparatada. Hoy, Miguel, sigue haciendo mucho frío. De nuevo me he acercado donde acostumbrabas a aparcar la moto. He cerrado los ojos recordando aquella tarde. Atravesamos la Plaza Mayor de Madrid en pleno invierno. No había un alma. Estábamos solos. De pronto te miré. Y me miraste.

-¿Qué te pasa? –preguntaste-.

-La muerte –te dije-. Acabo de sentir la muerte.

Por la noche, en la habitación del hotel, escribí : “ Hay algo extraño en él. Su mirada, sus gestos. Ya no se ríe como antes. Hemos atravesado la Plaza Mayor y de pronto he sentido pánico. No tiene sentido, lo sé, pero he palpado la muerte. Estaba en el aire, suspendida, como avisando una gran catástrofe. No entiendo nada. Pero algo está sucediendo que se me escapa de las manos ...”.

Conservé la nota. Ignoro por qué la doblé en cuatro y se quedó guardada en mi caja de recuerdos, donde se encuentran pequeñas cosas que han sido grandes con forma de papel, cerillas o fetiche.

La tengo en estos momentos ante mí, pero tú ya no estás. Me he pasado la vida intentando ser buena persona. Es mi única ambición. Todo lo demás se vendió porque tenía precio. Las casas, los cuadros, las joyas ...cualquiera puede pensar que no me queda nada, pero he recuperado el tiempo perdido. Estoy hecha después de que tu muerte me destrozara por completo. Quince años sin ti son demasiados. Has llegado mucho más lejos que yo, porque estás desde entonces tocando el cielo protector que encontré en Marruecos. He vuelto a escribir hace ya una década. Siento la vida, el sentido, la razón. Y sé que he recuperado el tiempo perdido. Nunca más volveré a ser empresaria, porque a tu manera, tenías razón, y mis razones no son posibles. Las coordenadas se alteran y presionan como un torniquete que te obliga a ser como no quieres ser. Esa luz blanca que ilumina hoy Barcelona es la marca de tu perfil. Por eso he salido a buscarte y te he encontrado una vez más, Miguel ...

0 comentarios