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Consuelo García del Cid Guerra

En aquel tiempo. Aquí y ahora.

  


 
 
Hubo un tiempo (no hace tanto, poco más de medio siglo) en el que no se nos permitía ir al colegio con pantalones. Estaba mal visto. Nunca entendí el motivo. En aquel tiempo nos obligaban a
llevar un velo negro para ir a la iglesia. Y debíamos ayunar -no recuerdo cuántas horas- si se comulgaba.
Siempre he escuchado eso de "eran otros tiempos" para disculpar hechos, actitudes y costumbres. Pero esto no tiene disculpa ni tiempo que lo socorra. Es aquí. Y es ahora.
Una mujer es apalizada en Sudán por llevar pantalones. Los policías se rien de ella mientras le dan un latigazo tras otro. Todas las comparaciones son odiosas cuando parten del odio y el dolor.
Sigo sin entender por qué no podíamos llevar pantalones en el colegio. Los fanatismos tienen su comienzo, pero algunos carecen de fin cuando se universaliza en un país donde reina la locura, se oficializa la tortura y la muerte. Cada persona es un mundo, y no tiene la culpa de haber nacido en un lugar u otro. La condena es la escena. Esa normalización de lo atroz. Sus criminales castigos donde el inocente yace abandonado, en el suelo, con la sangre esparcida en una plaza pública. En manos de ejecutores descerebrados que gozan con las palizas. No hay dios que pueda con todo esto ni diablo que lo arranque, porque es cosa de los hombres de bien, con sus males incluso, pero en manos de una masa que no crece, que permanece quieta mientras su sombra dibuja el perfil del espanto por todas las paredes de su ciudad.
No es humano y tampoco puede ser divino. En nombre de nadie.
 

 

 

 

Me llamarán, nos llamarán a todos.
Tú, y tú, y yo, nos turnaremos,
en tornos de cristal, ante la muerte.
Y te expondrán, nos expondremos todos
a ser trizados ¡zas! por una bala.

Bien lo sabéis. Vendrán
por ti, por mí, por todos.
Y también
por ti.

Aquí no se salva ni dios, lo asesinaron.

Escrito está. Tu nombre está ya listo,
temblando en un papel. Aquél que dice:
Abel, Abel, Abel...o yo, tú, él...

 

Me llamarán (1955)

Blas de Otero.


 

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