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Consuelo García del Cid Guerra

ADIOS

 

 

La teoría desde las alturas es un discurso fácil. Se suelta con seguridad y firmeza , puesto que quien lo hace se siente seguro y firme. En las alturas esta la gloria, los hombres ricos y dios, si existe. Estos dos últimos lo tienen prácticamente todo, y desde el todo, en lo alto y divinamente, se vive de puta madre. Los consejos siempre serán sabios, los oyentes intentaran tomar ejemplo, incluso pueden llegar alucinaciones auditivas a modo de música de fondo cuando “el grande” se retira. Se inventan un sufrimiento que no es más que la rutina cotidiana con algunas incomodidades. Hechos que los demás pueden vivir veinte veces al día sin inmutarse, resolviendo asuntos complicados que para los grandes hombres serian situaciones limite. Les llamo grandes porque lo tienen todo, no porque física o moralmente lo sean. El asunto es que últimamente pretenden colocarse al mismo nivel, éticamente hablando, que el resto de los humanos. Y eso es imposible. El lugar en que la cuna, el trabajo, la suerte o la lucha personal han colocado a unos y otros, es muy distinto. Cuando pensamos que la suerte existe caemos en un craso error. La suerte, como las casualidades, no existe. Nada llueve del cielo, ni siquiera la maldad. Y es más fácil ser malo que bueno, porque para lo último hay que hacer un gran esfuerzo que además, en pocas ocasiones será comprendido. Nadie puede salvar al mundo, ni siquiera dios lo hace. Y debería ser un derecho. Debería formar parte de la más elemental justicia. Hemos creado un planeta a partir de la riqueza y del esfuerzo ajeno. Nos preocupamos de la flora y la fauna mientras el hombre flota, divaga, se pierde, se arruina, teme y desespera. Pasamos de largo ante el necesitado más cercano. No nos interesa su estado y huimos de su discurso, porque podría alterar el nuestro o provocar cualquier tipo de situación desagradable, obligándonos a reacciones que no deseamos tener. Estamos, probablemente, dentro de las iglesias durante las fiestas de guardar, pero muy lejos de la realidad del otro. Pensamos que el pobre ha cometido muchos errores sin tener en cuenta nuestros puntos oscuros y nuestros secretos horrores. Voy a revelar el mío.

Presenciar la muerte en directo con agonía incluida es un hecho devastador. Temes el momento preciso, te preparas para la reacción, esperas junto a tu enfermo con la seguridad de que en realidad no puede, no debe suceder.

“Será una muerte muy dulce”, dijo el medico. Y le creí. Pocos días antes, el me había pedido que quitara el crucifijo de la pared y se cago en dios varias veces.

Creo que por pura superstición me pareció espantoso. Cuando se fue, aquel crucifijo permanecía escondido bajo el colchón de mi cama. Recordé que lo había colocado allí y me dispuse a colgarlo de nuevo en la pared. De pronto, sentí que le estaba traicionando. La muerte me había dejado muda durante mucho rato, y hablando sola, pronuncie estas palabras:

-Adiós para siempre.

Salí a la calle. Supe que podía distinguir perfectamente entre el bien y el mal, que creía en los hombres, pero no en dios. Y se lo dije al crucifijo.

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