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Consuelo García del Cid Guerra

domingo

 

 

 

 

 

 

Llueve en Barcelona. Es un Domingo para estar en casa. Un maldito virus me desconfiguro el teclado del ordenador y no me reconoce los acentos, por lo que únicamente me permite acentuar los que reconoce el corrector, que no son todos. Resulta muy incomodo, puesto que la memoria no me falla y soy perfectamente consciente de todos los errores que inevitablemente aparecen al publicar los textos.

En los últimos meses me he reencontrado con dos personas a las que perdí la pista hace más de treinta años. Los distintos caminos de la vida, además de la distancia geográfica, no facilitaron demasiado las cosas. Entonces solo teníamos el teléfono además del correo postal, por lo que ambos medios adquirían una gran importancia en la comunicación. Escribir suponía un esfuerzo. Algunas personas eran incapaces de hacerlo, bien por pereza o por pura desidia. Conservar las amistades a lo largo de los años tampoco es tan sencillo. Mi amigo Juako es todo un personaje entrañable y bueno por naturaleza. Le conocí en Aguete, una aldea de Pontevedra, durante el verano del 75. No ha llovido nada…miento, porque aquí esta lloviendo. Nos escribimos durante algunos años hasta que –ignoro el motivo- dejamos de hacerlo. Por casualidad, el dio con mi blog y me mando un correo : “Estas viva”, me decía. Me lleve una gran alegría y empezamos a hablar como si no hubiera pasado el tiempo. Tras una serie de fotos, recuerdos, nombres comunes de los que no hemos vuelto a saber nada, permanece aquel cariño espontáneo que nos unió en su día. Ahora, gracias a internet, nunca perderemos el contacto. La rapidez inmediata permite saber del otro en escasos segundos.

Acostumbramos a pensar que el tiempo pone a cada uno en su sitio, pero no siempre es cierto. Las frases hechas, como los refranes, son peligrosas porque acaban convirtiéndose en máximas que conducen los hechos a su final como si de antemano estuviéramos convencidos de ello. Llevo más de tres meses esforzándome por recordar una época de mi vida que mantengo en la memoria como algo muy doloroso. Escribir sobre ello supone un proceso de sanación interior. Busque a alguien que estuvo cerca, en realidad estuvo allí, desconocedor en parte de lo que sucedía en el interior del lugar. Esta mañana he abierto los ojos ante la visión imaginaria de un gran mantón negro de lana.

La hermana Rafaela me lo regalo el día de Reyes, en 1976. “Siempre he querido tener un mantón negro, hermana, grande y con flecos”.

¿De verdad? –me dijo ella.

-Si –respondí- . En serio.              

Un 6 de Enero de 1976, tenía a los pies de la cama un paquete muy grande. Era el mantón. Aquí y ahora, mientras continua lloviendo, reconsidero seriamente algunas de mis palabras. No borrare nada, pero dentro de mi existe un lugar en el corazón para aquella monja que quiso hacer por mi todo lo que pudo.

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