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Consuelo García del Cid Guerra

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Revelaron el mayor secreto de Hemingway

En sus cartas admite que mató a 122 prisioneros alemanes

 

 

Por Paolo Valentino
Del Corriere della Sera

Traducción: Mirta Rosenberg

 

BERLIN.– Si se piensa bien, Günther Grass la sacó barata. Si en abril de 1945, cuando fue hecho prisionero por el ejército norteamericano, el entonces jovencísimo Waffen SS se hubiera topado con Ernest Hemingway, probablemente hubiera tenido el desdichado fin de tantos de sus compañeros de armas.

¿Cuántos fueron esos tantos? Exactamente, 122, al menos según el cálculo (real o imaginario) del escritor estadounidense. Todos eran prisioneros de guerra alemanes, desarmados: Krauts, como los llamaba con desprecio Hemingway. El autor de Adiós a las armas los mató –según dice, con gran gusto– durante el año que acompañó a las tropas aliadas como corresponsal de guerra.

¿Otra más de las tantas fanfarronerías de Hemingway? ¿Otra exageración de un hombre larger than life (más grande que la vida), tan apasionado de la caza mayor como de las corridas de toros, loco por las armas y el boxeo, consumidor insaciable de mujeres, alcohol y cigarrillos? Puede ser. Y Rainer Schmitz tampoco excluye esa posibilidad. Pero el periodista alemán ha querido llamar la atención sobre fragmentos de ciertas cartas del escritor, dos de ellas hasta ahora inéditas en Alemania.

Acaba de publicar con el sello Eichborn su libro ¿Qué le ocurrió a la calavera de Schiller? Todo aquello que usted no sabía sobre literatura, una recopilación excelente y bien documentada de episodios, anécdotas y curiosidades poco conocidas o completamente desconocidas sobre escritores célebres.

Inmediatamente después del desembarco de Normandía, en junio de 1944, Ernest Hemingway se unió al regimiento 22 de la IV División de infantería estadounidense con el grado de oficial. En realidad, no debía contar la gesta de los aliados; en aquel período de hecho ya trabajaba para la OSS , el servicio de inteligencia que antecedió a la CIA.

El trato a los prisioneros

Gracias a su perfecto dominio del francés, el escritor fue gobernador de facto de Rambouillet, a las puertas de París, donde tranquilizó a la población y sobre todo interrogó a centenares de prisioneros alemanes. "Todo muy agradable y divertido", le escribió en el otoño de 1944 a Mary Welsh, que se había convertido ya en su cuarta y última esposa. "Muchos muertos, botín alemán, tantos tiroteos y toda clase de combates", relató.

La carta incriminatoria, que según Schmit no recibió la atención que hubiera merecido, es la que Hemingway escribió el 27 de agosto de 1949, cuatro años después de la finalización de la guerra, a su editor, Charles Scribner.

"Una vez maté a un kraut de los SS particularmente descarado. Cuando le advertí que lo mataría si no abandonaba sus propósitos de fuga, el tipo me respondió: Tú no me matarás. Porque tienes miedo de hacerlo y porque perteneces a una raza de bastardos degenerados. Y además, sería una violación de la Convención de Ginebra. Te equivocas, hermano, le dije. Y disparé tres veces, apuntando a su estómago. Cuando cayó, le disparé a la cabeza. El cerebro le salió por la boca o por la nariz, creo", relató el escritor.

Menos de un año después, el 2 de junio de 1950, el autor de Por quién doblan las campanas volvió a evocar su experiencia bélica en una carta a Arthur Mizener, profesor de literatura de la Universidad de Cornell. Allí hace un macabro balance de su pasión homicida: "He hecho el cálculo con mucho cuidado y puedo decir con precisión que he matado a 122".

Uno de esos alemanes, prosigue diciendo Hemingway, era "un joven soldado que intentaba huir en bicicleta y que tenía más o menos la edad de mi hijo Patrick". Patrick había nacido en 1928, de modo que la víctima debía tener 16 o 17 años. El escritor le cuenta a Mizener que le "disparó a la espalda con un M1". La bala, de calibre 30, le dio en el hígado.

Esta carta no había sido publicada hasta ahora en Alemania. Sin embargo, no existe ningún testimonio que confirme la admisión de Hemingway. Además, tal como aclara Schmitz, "en sus cartas el premio Nobel siempre tendía a la exageración, a alimentar el mito de su machismo".

Pero hasta sus admiradores aceptan que durante la Segunda Guerra Mundial probablemente haya violado las disposiciones de la Convención de Ginebra. Schmitz, por su parte, señala que hasta ahora nadie ha indagado con seriedad en los archivos bélicos para arrojar luz sobre este aspecto importante de la vida de unos de los grandes de la literatura mundial de nuestro tiempo.

El ejercicio de matar

Hay algunos indicios de la fascinación que el acto de matar ejercía sobre Hemingway, que ganó el premio Nobel de Literatura en 1954. "Me gusta disparar con un fusil, me gusta matar y África es el lugar donde puedo hacerlo", le escribió en la primavera de 1933 a Janet Flanner.

Seguramente hablaba de los animales que había abatido durante el safari de dos meses que había hecho ese mismo año, que más tarde inmortalizó en Las verdes colinas de Africa .

Pero más de uno recordará el principio de un artículo firmado por Ernest Hemingway que fue publicado en Esquire en abril de 1936: "Sin duda ninguna cacería es comparable con la cacería del hombre, y quien ha cazado hombres armados durante mucho tiempo y con placer, después ya no siente interés en otra caza".

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