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Consuelo García del Cid Guerra

SuceSOS.

Como han cambiado las cosas y los casos. Ya no existe el Barrio Chino, ahora se han empeñado en que sea El Raval y la Ciutat Vella. La noche nunca es lo suficientemente larga como para recorrerlo todo. Los niños del botellón se mezclan con lo rancio y alternan en los mismos lugares que los bebedores vividores, de profesión país de nunca jamás , sálvese quien pueda o hasta que el cuerpo aguante. Las drogas de diseño se consumen en grandes carpas donde cortan hasta el agua del grifo para que consuman el botellón mineral a seis euros, mientras se les desencaja la mandíbula y se les abren los ojos como platos al compás de una música monocorde que no permite conversación, entre otras cosas porque tal vez ni la tengan. El borracho de siempre es un piojo molesto y pestilente. Las viejas putas, por no decir las putas viejas, esperan en la esquina de San Rafael con Robadors como segundonas a la cola de jovencísimas africanas que se ofrecen por menos y con las carnes prietas, pura estatua de ébano casi aristócrata que se adentra en los portales rápidamente, del mismo modo en que desaparecen como moscas cuando se acerca la policía pidiendo papeles. Los bares ilegales se mantienen con la clientela de siempre , del jamboree al kentucky, de allí a la eternidad cuando consiguen que lo oscuro sea perenne. Hay personas cuyo aspecto se hace imposible durante el día. Son vampiros sin luz, pálidos como la muerte y ojerosos cual enfermo imaginario que todo lo ha imaginado y aspira la última raya en cajeros automáticos. Los supuestos sin techo deambulan bajo las estrellas. Casi todos muy bronceados, que nadie piense que es la playa, porque son los parques. Si, durante el día duermen en parques y se broncean involuntariamente. Por no buscar no buscan ni comida, puesto que casi todos se conocen los comedores de Teresa de Calcuta en la calle Lleona, el único comedor social donde no exigen presentar documentación. Es un sistema de vida práctico dentro de la miseria. Me lo enseño Víctor, un uruguayo que llego a Barcelona hace ya muchos años, sin nada. Lo primero que pudo comer fue un bocadillo de guisantes. Se instalo como vendedor ambulante delante del Corte Ingles y consiguió hospedarse en una pensión.”Y yo me dije, algún día la pensión será mía”. Y lo fue. Víctor la compro para un publico objetivo, los de la famosa “no contributiva”, es decir la pensión mínima para los que nunca cotizaron o cotizaron poquísimo. Cuatrocientos euros. Les cobra la mitad por una habitación minúscula y comen en las monjas de Calcuta. Es una forma digna de no estar en la calle y envejecer como otra cualquiera. De sus huéspedes se desprenden todo tipo de historias, entre aventura, mala suerte o claros desaciertos. La vida al fin y al cabo. Durante el invierno pasean abrigos que jamás han pisado una tintorería, leen el periódico en cualquier bar. y pasean por el centro. Son viejos distintos, de los que no tienen nietos a quien contarles cuentos. Tampoco juegan a la petanca ni acuden a locales de la tercera edad porque la suya es ya la cuarta. Ni siquiera, por no tener, tienen hijos que les dejen tirados en residencias.

“¿Ha visto usted que viento se levanta? Se diría que los árboles nos quieren hacer la reverencia…” Muerta me dejo el hombre, tiritando, mientras sostenía un pitillo entre los dedos completamente amarillos. “Se diría que los árboles nos quieren hacer la reverencia”, repetí.

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