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Consuelo García del Cid Guerra

cruzar el estrecho

 

 

La primera vez que cruce el estrecho era tan feliz como lo fui en Lisboa. Existen lugares que tocan todas las fibras personales. Son intransferibles, sentimentales y únicos. El enorme Ferry , poco moderno pero no viejo, se adentraba en tierras africanas. Tánger. Al fin, Tánger. Era para mí la eterna tierra prometida. No pensé ni por un momento en la facilidad. Nadie puso en duda mi pasaporte, mi nacionalidad ni mi persona. Tampoco tuve que esperar en exceso para embarcar. Rellene la pequeña hoja amarilla con letras árabes , se la entregue a la policía marroquí y subí a cubierta. Un viento osado y fuerte me levantaba la melena con descaro. Me dirigía a un país al que había deseado casi indecentemente. Quería estar allí, pisarlo, meterme dentro de los más recónditos lugares. No sabia, entonces, cuanto tiempo me quedaría. Nadie me lo pregunto. Me recibieron los niños del puerto peleando entre ellos por llevarme la maleta. “Un euro, madame”. Llegue al hotel Minzah y el conserje me dijo : “Bienvenida a Marruecos”.
El pasado 19 de Septiembre una patera ha naufragado intentando cruzar el estrecho. Deja más de una veintena de heridos y ocho muertos frente a la isla de Perejil. No llegaban ni a los veintiséis años y prácticamente todos procedían de Nigeria. Entre 300 y 500 subsaharianos esperan en Tánger su turno para la próxima patera. Se esconden de la policía temiendo ser detenidos en Uxda, frontera entre Marruecos y Argelia. Alguno de ellos ha intentado cruzar el estrecho más de doce veces. No tienen miedo a la muerte, pero si pánico a ser deportados. Se amontonan en una infravivienda cercana a la antigua plaza de toros. Conozco bien esa zona. Es la reproducción exacta del Raval de Barcelona, adonde van a parar los marroquíes que llegan aquí en patera. No me sentí incomoda la primera vez que conocí ese barrio de Tanger ni tuve miedo a pasear por sus calles. Ratas, olor a mil orines, miradas que se te clavan en el alma. Hambre, trafiqueo, pobreza y miseria. De aquí para allá y viceversa, tras un largo viaje en el que se juegan la vida buscando un futuro mejor. La mayoría no hablan español. Son despreciados entre los propios inmigrantes (“moromierda”, no nos engañemos, suena peor que “sudaca”) creando una escala social repugnante, como las calles, sucia, baja y marginal.
Muy pocos pueden imaginar siquiera el miedo y la falta de aire al cruzar el estrecho. Yo, miserablemente, lo desconozco, porque lo he cruzado muchas veces pero la mía ha sido una travesía privilegiada. Tanto, que al contemplarlo desde el emblemático café Hafa, sorbiendo el te de menta mientras mordisqueaba pastas de hojaldre y el viento me traía un intenso olor a kifi, contenía por vergüenza un llanto extraño. Quizá la vergüenza de ser una turista empeñada en aparentar otra cosa pasajera. Tal vez la fortuna de tener los ojos negros y un caftan granate , que me permitía caminar sin ser acosada a preguntas y ofrecimientos. No lo se. Pero recuerdo perfectamente una noche en aquel barrio de Tánger. Dormía en casa de Zafia, al lado de la famosa antigua plaza de toros. La noche si es peligrosa. Zafia estaba enferma. Un dolor en el bajo vientre le impedía hablar. Llamamos a Mananah, la vecina bereber. Tenía siete hijos y estaba embarazada del octavo. Salimos a la calle las tres, cogidas del brazo. Yo llevaba un bate de béisbol bajo el caftan. Conseguimos un taxi que nos llevo al hospital. No podía creer lo que estaba viendo. Sangre en el suelo, los médicos sin guantes y con las batas sucias, ningún tipo de asepsia, camillas que chirriaban y algunas sin ruedas. Un gentío esperaba en los pasillos para ser atendido. Me recordó aquellos hospitales de la guerra del Vietnam que tantas veces hemos visto en las películas.
Una bofetada de realidad se instalo de repente en mis dos mejillas. Nunca se ha apartado de mi rostro. No hace mucho, una marroquí recién llegada me pregunto por la dirección de una plaza.
-¿Cuándo has llegado? –le dije.
-Ayer- respondió.
-“Bienvenida a España”. Sonreí.
-Nadie me ha dicho eso todavía.
-Pues no lo olvides nunca. Te gustara Barcelona.
Desapareció por la calle San Rafael. Llevaba unas preciosas babuchas negras y un caftan azul marino. Pensé en su suerte y recordé la mía.

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