LAPIZ DE OJOS
Al abrir una de esas cajas que acostumbramos a guardar eternamente como pequeño espacio intimo de secretos y tesoros, he encontrado una serie de curiosas fotografías en las que mi aspecto exterior ha ido cambiando de forma notable. No me refiero al rostro ni a las huellas del paso del tiempo exactamente, sino a la forma de vestir, el color, formas y longitud del pelo, las uñas, su manicura, los collares, pendientes y pañuelos. Los colores. Las cejas. Todo aquello con lo que se puede jugar desde el momento en que tenemos la suficiente autonomía para hacerlo, cuando nuestras madres no pueden decidir por nosotras y elegimos a partir de esa libertad recién estrenada. Recuerdo casi con precisión que las cejas siempre fueron una gran revelación. Las tenia espesas y negras, provocándome un cierto gesto triste. Compre mis primeras pinzas depilatorias. Arranque unos cuantos pelos mientras me miraba al espejo. Dolía. “Para presumir hay que sufrir”, “Para estar bella has de ver estrellas”, que verdad es. Aguante como una jabata hasta conseguir formas arqueadas, casi de cine mudo. Supe que a partir de aquel momento estaría esclavizada a las malditas pinzas, puesto que los pelillos se reproducen con rapidez. Unos puntos negros como hormiguitas aparecen día tras día y hay que estar alerta. Mas tarde llegaría mi primera barra de labios. Era de un color rosa casi transparente. Olía a perfumería. Me sentía camaleónica y coqueta, sabiendo que a mi edad, en cualquier momento me pondrían limite. Las prohibiciones empezaron con el color negro : Una jovencita de quince años no debía ponerse un jersey negro. Y mucho menos vestidos. Pero aquello no resulto lo más grave. No. Mi cruz llegaría con el lápiz de ojos. En los lavabos del colegio, una amiga me enseño a hacerme la raya interior. El cambio fue tan asombroso que ya no podía vivir sin las dos rayas. Otra persona se dibujaba lentamente bajo las cejas, la barra de labios y los ojos negros. “Con los ojos así estas siniestra”, dijo mi madre. Fantástico, pensé. Me gusta parecer siniestra.
Pero el lápiz lo lleve siempre escondido dentro del paquete de tabaco añadiendo así algo más que ocultar. Nunca me pusieron impedimentos para lucir una larga melena negra, pero si me hacia dos o tres pequeñísimas trenzas que recogía por detrás, la cosa cambiaba. Con el tiempo me di cuenta de que según me definía personalmente, cada paso que daba seria cuestionado y censurado de una forma u otra. Nuestra generación se vio forzada a mentir demasiado temprano, y nadie puede imaginar las metamorfosis que tenían lugar en los ascensores, además, a grandes velocidades. Aprendí a esconder la ropa, a cambiarme en décimas de segundo, peinarme, dibujar las dos rayas de los ojos y hasta cambiar los pendientes. Demasiado trabajo para tan poca cosa. Desde la lejanía de los recuerdos, ahora parece ridículo, pero era muy importante. Nunca pelee por una medida concreta de falda. Tampoco por un escote, pero si por un color. No tuve interés alguno en enseñar pierna o canalillo, solo quería ser yo, y me costo muchísimo.
Década tras década se definió un estilo personal, peculiar, diferente. Supongo que eso llamado “tendencia”, pero a mi bola. Pero por muchos años que pasen, nunca dejare de esbozar una sonrisa picara, de niña mala, cada vez que me compro un lápiz de ojos. Porque cuando descubrí el famoso kool marroquí se armo la de dios es cristo…
Yo vendo unos ojos negros,
¿quién me los quiere comprar?
Lo vendo por hechiceros,
porque me han pagado mal.
¡Más te quisiera,
más te amo yo,
y todas las noches lo paso
suspirando por tu amor!
Cada vez que tengo pena
me voy a la orilla 'el mar
a preguntarle a las olas
si han visto a mi amor pasar.
Las flores de mi jardín
con el sol se descoloran,
y los ojos de mi negra
lloran por el bien que adoran.
Ojos negros traicioneros,
¿por qué me miráis así?
¡Tan alegres para otros,
y tan tristes para mí!
¿Qué sacas con no quererme,
y yo con no amarte a ti,
si estoy muriendo por verte,
y tú no vives sin mí?
(Donato Román)
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