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Consuelo García del Cid Guerra

MARTA

 

 

 

A estas alturas ya no puedo ir de incógnito aunque el futuro resulte inevitable.Mente la más inmensa de las incógnitas. Al próximo –me refiero-, claro está. Ese que a la vuelta de la esquina con forma de estación –otoño- ya no nos permite la vuelta al colegio porque se nos pasó el arroz. Cuando era niña soñaba con ser mayor, y ahora que lo soy, daría cualquier cosa por volver a ser niña con todo lo que sé. Si rememoro lentamente y consigo recordar cuándo me llevé la primera decepción o sentí la primera injusticia, el cuerpo me pide sangre, o cuando menos, ajustes de cuentas. Por lo que tengo almacenado en la memoria, muchos darían media vida. Puedo ver a aquella profesora seglar, cabrona donde las haya, que disfrutaba humillándome en público. También al hombre bajito que olía a varón dandy mientras intentaba meterme mano bajo las faldas del uniforme. Y a una señora con cara de mala que no me dio las gracias cuando recogí un libro que se le cayó al suelo. Ignoro por qué recuerdo cosas tan extrañas y determinadas. Necesité mucho tiempo para asumir que la educación es un sentimiento, y más, mucho más, para rechazar modos y formas concretos. Creo que descubrí la amistad verdadera cuando cerraron el primer colegio al que asistí. Muchas no nos volveríamos a ver, y de alguna forma lo sabíamos. Mi primera amiga se llamaba Marta.Bailábamos como posesas todas las canciones de Rita Pavone. Todavía no teníamos agendas telefónicas ni libertad para marcar un número determinado. Ni siquiera sabíamos cómo funcionaban las cabinas. Nos alejamos por cuestiones de fuerza mayor y pasaron muchos, muchísimos años. La encontré en facebook. Tenía la misma expresión de pillina y aquellos ojos verdes transparentes que contemplaban el mundo con una gran curiosidad. Han pasado más de cuarenta y cinco años, pero no importa. Ahora la cercanía es inmediata si se busca.

Yo odiaba los garbanzos ( continúa siendo así), y en el colegio nos los daban con relativa frecuencia. Se me ocurrió ir a la capilla con Marta, a rezar, para que no nos pusieran garbanzos por lo menos durante una semana. Funcionó. “Es cosa de Dios” –decíamos- y como penitencia, nos metíamos garbanzos cocidos en los zapatos. La guarrada era monumental, pero no dolía. Otras se castigaban con cuerdas de pita atadas a la barriga. Ahora todo me parece irreal. El velo negro sobre la cabeza, las horas de ayuno antes de comulgar, el rosario, la semana santa, el mes de María…

“Esto ya no es cosa de Dios – me ha dicho hoy-. Es la puta vida”. Marta tiene cáncer.

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