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Consuelo García del Cid Guerra

SUJETOS

 

Algunos constituyen sociedades limitadas que en un corto espacio de tiempo terminan poniendo en evidencia sus limitaciones. No son personas de sistema o creencias excesivamente particulares, puesto que su único afán es generar dinero partiendo de pequeñas cantidades aplicadas a servicios muy determinados que siempre se encuentran en sus manos. Ellos crean el asunto, por resumirlo de alguna forma. No son dignos de estudio puesto que su indignidad aflora con excesiva facilidad, pero sí hay que prestar mucha atención a cualquiera de sus movimientos comerciales y sociales.

Tienen en común con los negocios piramidales el hecho de extender sus productos o servicios hacia todo el círculo de amigos, jugando con el boca a boca que a la larga termina rompiéndoles la cara. Notarías, gestorías, juzgados y comisarías, constituyen sus lugares de encuentro habituales. Su vida laboral es efímera y no acostumbra a permanecer mucho más allá de los tres años, entre un asunto y otro.

No hace mucho padecí una empresa en extremo peculiar. El gerente no estaba nunca y la dirigía por teléfono desde su gran casa adosada. Se hizo con un par de personas de confianza que le falseaban cifras, alteraban informes y cuentas de resultados. Contaba con un piso enorme situado en el centro que sólo se limpiaba una vez por semana. Dicha limpieza constaba en barrer, fregar y vaciar las papeleras. Absolutamente nada más. Los cristales eran opacos, el lavabo apestaba a orines y las mesas estaban tan llenas de polvo que podías escribir una carta entera sobre su superficie. El material de oficina brillaba por su ausencia, y los trabajadores traían de su casa un plumier con lápiz, goma, bolígrafo, tipex, grapadora y cinta adhesiva. Se reciclaban las fotocopias, pero ante el desorden general, no había forma humana de deducir qué cara del folio era la actual y válida, por lo que se creaban enormes confusiones cada diez minutos. Las sillas y sillones se encontraban sucios, con roña añeja de cientos de personas que alguna vez aposentaron sus carnes sobre ellas. Si te lavabas las manos, lo hacías hasta el codo, siempre pensando en posibles urticarias, sarpullidos o infecciones.

Un sujeto insignificante se significaba constantemente como jefe humillando a la plantilla, que callaba como muerta presa del pánico ante la posibilidad de ser despedida en plena crisis. El individuo, rijoso y caliente, se había convertido en un respetado prestamista allende los mares, en su país de origen. Se consideraba un inmigrante de lujo que a su vez explotaba a su propios compatriotas. Le llamaban “papá pitufo” y “padre patera”. Acosaba a todas las rubias de la empresa, negando más tarde los hechos si alguna de ellas se atrevía a denunciarlo públicamente. Su nómina delataba seis mil euros netos mensuales. Vestía con trajes cutres y su corbata era ancha, la más ancha que había visto desde los años setenta. Lamentaba internamente ser tan bajito y se le notaba mucho. El chaval, con diez centímetros de más, habría aumentado su mala hostia de forma considerable. Confieso que supo hacer brotar la mía cuando me enfrenté a él para decirle todo lo que pensaba. Carpe diem. No era mi jefe ni yo la suya. Ambas posiciones estaban al mismo nivel, por lo que nunca se atrevió a cuestionarme, aunque se buscó chivos expiatorios a modo de confidentes informadores que le contaban en qué consistía mi trabajo, cuáles eran mis movimientos y si gozaba –en exceso- con la simpatía y afecto de los trabajadores. Le vomité en la cara un rosario de improperios descriptivos. ¿Has terminado? –repetía una y otra vez.

No –respondía yo. Abrí la caja de Pandora ante todo el personal, sabiendo que con ello me vería forzada a solicitar la baja voluntaria. Me cuestioné seriamente la realidad de las cosas . Algunos empresarios prefieren ser engañados. Hacen la vista gorda antes de tomar cartas en el asunto y tener que personarse de lunes a viernes para controlar el negocio. Esas personas de confianza, desconfiadas, les entregan todo su tiempo. De nueve a nueve si es necesario. Con ello ganan la postura y posición, además de mucha, pero mucha pasta. Le llaman “dejarse la piel”.

Con esas formas mantienen un fondo turbio pero cómodo. Normal y fundamentalmente rentable. De esas formas crean monstruos resentidos, estirpes sociales y sagas familiares. Antes de que nadie se de cuenta han colocado a su mujer, hermanos, primos, sobrinos y vecinos, creando una tela de araña muy complicada de deshacer. Su poder tiene gesto reptil y en su cara puede adivinarse un mapa de cicatrices. Los topos que se tapan. El precio del poder. Hoy le he visto por la calle vestido de civil. Su aspecto era tan sumamente lamentable que un policía le ha parado en plena calle solicitando documentación. Me ha mirado. Le he mirado. Se encogía como un gusano, indefenso y fuera de juego. Por un momento he pensado cómo actuaría él de ser policía, y un escalofrío me ha invadido por completo a pesar del calor. Allí estaba, preso de sí mismo, imaginándose en el centro del mundo, su relativo y minúsculo mundo inmundo, atrapado en la sombra de alguien que, alguna vez, se soñó mayestático.

                                                                                                                

 

 

 

 

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