ZURDA
Unos cuantos –no muchos- periodistas, entre los que se encuentra Federico Jiménez Losantos, argumentan por qué dejaron de ser de izquierdas. Ninguna de sus razones me parecen válidas, y he leído con atención. No hace mucho, padecí un verdadero acoso en el que varios individuos de derechas insistían en que les explicara mi forma de ser y sentir. En resumen, lo que para mí significa estar en la zurda, de la que nunca he desertado –por cierto-. Esa presión maquiavélica que insiste en el ridículo, que pretende colocarte de pronto en otro lugar, que aspira a “convertir” con argumentos lamentable.Mente humanos en los que uno, por lo que es, se equivoca, falla, fracasa y pierde. Ley del Tallión y tendón de Aquiles. Hoy por ti, mañana por mí. También pude leer la defensa desesperada de un verdadero facha que aseguraba ser más nacionalista que nadie por haber corrido delante de los grises, como si semejante hecho fuera patente de corso. Pues verán, yo también he corrido. Yo estuve, como tantos otros, en las famosas horas de cancó a Canet, en las jornadas libertarias y en la marcha de la libertad. Estuve porque creía y quería, y volvería a estar. Presencié muchas detenciones, entre ellas la mía, tiré unas cuantas piedras contra los escaparates de la ya desaparecida sastrería Modelo de Barcelona, reivindiqué todo lo reivindicable y levanté el puño cuando había que hacerlo. Todo ello no me convierte en una heroína, ni siquiera en alguien especial. Pero nunca he dejado de ser de izquierdas. El imperio socialista no me atrapó del todo porque no creí en él. Mi lectura es muy poco literaria y menos intelectual, pero lo cierto es que por aquel entonces, y no hace tanto, las mujeres pasaron de no llevar sostén a la lencería fina, del sobaco sin depilar a las hombreras, en busca de un hombre con más posibles que nunca, y del calcetín a las medias de cristal. Las antiguamente llamadas maniquíes se convirtieron en modelos con cachés muy por encima de las estrellas de cine, y para los hombres, resulta que la arruga era bella. No tragué ni harta de Jumilla. He pasado de largo ante hechos grandilocuentes, he renunciado a invitaciones que me colocaban en un lugar confuso, me he negado a compartir mesa con la llamada policía democrática y he montado el pollo cuando ha sido necesario. Confieso –eso sí- el gran carisma y poder de convocatoria socialista en manos de Felipe González, maestro del silogismos y sofismas. Grande, el tipo. Daba la talla en un país recién nacido a su esperanza. Pero también lo dio Suárez, a mi humilde modo de ver, el mayor de los presidentes que España tuvo jamás. Un verdadero político que –aquejado de un Alzehimer que le maltrata- no tiene memoria para recordar. Con todo, sigo siendo de izquierdas. De la unida. La verdadera zurda con que me enterrarán, aún pecando de ingenua, estúpida y utópica. A mí no me han movido. A mí no me la dan.
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