Por voluntad propia
“Quién a los quince años, no dejó su cuerpo abrazar” …lo cantaba Mari Trini, pero como dejaras abrazar tu cuerpo en aquel entonces, lo tenías muy mal. También el Dúo Dinámico escribió “Quince años tiene mi amor”.
“Tú tenías quince años, yo no había cumplido aún los dieciseis”…Danny Daniel. Y con aquella edad se quedaron todas las melodías fáciles en una vida difícil, complicada y tremenda. Ser menor de edad suponía el mayor de los riesgos, la fundición ajena, la santa voluntad de los demás sobre la tuya, que jamás contó para nada. Los pasos inmaduros acunaron todavía entre largas nanas cuando lo nuestro era compresa, no pañal. Por el cuerpo y la sangre propias, vergonzosas e indebidas. Plegaria derretida.
“Escribe sobre nosotras, sobre todo lo que se intenta olvidar y todavía hay una generación que está pagando por ello. Gracias por hacerlo”. Eso me han dicho hoy.
Hagamos memoria. Hagámosla para no tener que rescatarla, como si de animales prehistóricos se tratara. No somos una especie extinguida. Que se rompa el silencio, porque no es sepulcral, puesto que estamos vivos. Que nadie siga el compás de marcha fúnebre alguna. Ningún reloj se ha parado. Aunque la biología interior detenga nuestras hormonas, el rescate del honor es un derecho, y el ajuste de hechos un deber.
En 1942 se crea el Patronato de Protección a la Mujer, presidido por Carmen Polo de Franco, y no desapareció hasta 1978. Cuando España despertaba a una recién nacida democracia, miles de jóvenes permanecían todavía en manos de dicho Patronato. No contaron ni siquiera como presas oficiales ni fueron socorridas por amnistía alguna: No existían. Son el tupido velo negro
que se corrió desde el primer instante en que fueron conducidas al primer centro que velaba por las mujeres caídas o en riesgo de caer. El Patronato puso en marcha una extensa red provincial destinada a controlar la moral, denunciando en los cines, piscinas o salas de baile. Encerraba a las menores bajo su tutela, y a él se podía llegar a través de una denuncia o por voluntad expresa de los padres, que renunciaban a la patria potestad para entregársela al Patronato. Cualquier adolescente podía ser internada en sus centros, donde se vivía un régimen dickensiano con el consecuente lavado de cerebro religioso, además de la explotación laboral. Las distintas órdenes religiosas encargadas de velar por las jóvenes caídas, recibían cien pesetas por cada una de las chicas internadas y una gratificación mensual de dos mil en nombre del Patronato. Cualquier joven mayor de dieciseis años que se encontrara embarazada, podía ser internada. El resto de los motivos, variaban según la condición social. Vagabundeo, fuga de casa, rebeldía,conductas inadecuadas, inadaptación familiar, desarraigo, exclusión social o simplemente una cuestión de presencia molesta en el hogar. Es decir, deshacerse de una hija rebelde era tan sencillo como beber un vaso de agua. Los métodos para ingresar a una inadaptada, pasaban por la denuncia familiar ante la policía o bien la simple entrega de la menor en cualquiera de los conventos-correccionales.
Este proceso se realizaba con total impunidad, sin psicólogos,psiquiatras, pedagogos o cualquier tipo de organización cualificada al respecto. Monjas y sólo monjas. Es decir, el estado psíquico de la menor, no importaba en absoluto.
Las que eran entregadas al Patronato, pasaban primero por el Centro de Observación y Clasificación, donde permanecían en la más absoluta inactividad mientras una serie de monjas trinitarias aseguraban “observarlas” para decidir su destino en un reformatorio u otro.
Las internas estaban mezcladas a bulto, sin considerar su “caso”, extracción social, estado psíquico o físico. El Patronato contaba con una unidad en el manicomio de Ciempozuelos. Allí eran destinadas las menores más sensibles al proceso de internamiento y su posterior adaptación. Es decir, las que podríamos llamar insumisas una vez atrapadas en la red moralizadora impuesta por el franquismo e internadas en cualquiera de los conventos-correccionales a los que se llamó “colegios de formación”. La doble moral se instaló también en el lenguaje, los conceptos de las cosas y sus formas de asimilarlo. Una interna de las adoratrices de Madrid, centro situado en la calle Padre Damián 52, cuenta cómo a las bragas las llamaban “cuquis” y al orinal “vasito de noche”. Estaban obligadas a ducharse con un camisón para no tener tentaciones corporales,entre otras muchas lindezas.
Las internas del colegio de Collado Villalba eran las que habían sido rechazadas por inadaptación en el resto de los centros. Es decir, del propio infierno incluso podían ser expulsadas por ataques de histeria, intentos de suicidio o depresión. Las monjas encargadas de aquel asilo, eran las que tenían el nivel cultural más bajo (ni siquiera el certificado de estudios primarios).
Las chicas realizaban trabajos manuales en distintos talleres de confección, punto, muñequería, imprenta, bordado, montaje y manipulación de flores, doblado de cajas, pañuelos o toallas. Dichos trabajos eran remunerados a las monjas, que jamás –excepto las del Buen Pastor- pagaron un duro a las internas por su trabajo. Además de ser arrestadas contra su voluntad, se las explotaba a cambio de techo y comida. Las internas pasaban hambre y frío. El índice de intentos de suicidio era muy elevado, así como crisis nerviosas, estados de permanente ansiedad o ataques de pánico.
Las asistentes sociales de la época no precisaban de titulación alguna. Bastaba con un espíritu religioso y moralizador acorde a las consignas franquistas.
De esto hace cuarenta años. Nuestra historia reciente no puede ser silenciada, porque ese silencio constituye la peor de las condenas: El olvido. Aquellas jóvenes que ya no lo son, insisten –salvo contadas excepciones- en permanecer calladas por vergüenza o miedo, y –sobre todo- ante la inseguridad de ser cuestionadas, puesto que todos los documentos que se extendían al respecto, fueron destruídos. Nuestra memoria es nuestra historia, y por ella debe ser contada para que jamás se repita.
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