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Consuelo García del Cid Guerra

dependientes

Desde que escuché la palabra por primera vez, supe que se trataba de algo tan prohibido como prohibitivo. Tuve curiosidad por sus efectos y presencié cómo una amiga mía se volvía medio loca asegurando que los personajes de un cuadro que teníamos delante estaban vivos y paseaban por el salón. También gritó cuando -según ella- el edificio de enfrente caía destrozado sin hacer ningún ruído. Estaba hecha una ruína. Con los años cambió de tercio, y se destrozó el tabique nasal. Veía "gente" que no existía, que no estaba. Tenía pánico a los gatos. Me causó una mezcla nauseabunda de sentimientos: Miedo y asco. Asco y miedo en idénticas proporciones. Su bebé nació con síndrome de abstinencia. Se rascaba las manos jurando que salían láminas de oro, y quería venderlas. No se sabe si las manos o aquel metal imaginario.

Murió antes de cumplir los cuarenta. Nos alejamos de ella tanto como se alejó de todos nosotros. Desde siempre, supe que el hecho de no ser atrapada por las drogas no me hace peor ni mejor que nadie. Ni siquiera me atrevería a decir (y menos asegurar) que es cuestión de suerte, voluntad o de conductas determinadas. No creo en los paraísos artificiales ni en las evasiones inconscientes. Tampoco comparto la búsqueda del placer a costa de una sustancia. Y desde esa lejanía privilegiada, he contemplado cómo en las drogas también existe un sistema que atrapa tanto o más que la condición social.

Un cocainómano mira y trata con desprecio al esclavo de la heroína. Se cree el rey de un mambo actual, casi rico. Es igual de vejatorio y repugnante. Se pierde, de todas formas, el respeto hacia uno mismo. Se abren puertas muy difíciles de cerrar. Se miente tanto que no queda una sola verdad localizable y no hay quien siga el inmediato rastro de una sombra real.

Existen personalidades toxifílicas. Son víctimas de su propia historia presente y determinados episodios de su pasado. Una niñez traumática, soledad prolongada, desamparo, miedo, incapacidad ante ciertas cosas que para cualquier otro son la norma, aunque es posible que no "normales".

Desde el ejercicio de la libertad, cada uno es dueño de su cuerpo. Pero yo no conozco a un sólo drogadicto feliz.

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