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Consuelo García del Cid Guerra

LOS CASCOS DE LA CASQUIVANA

Vivía en una constante cúspide aspirada, imaginándose, brava y casquivana. Buscaba de forma obsesiva en las páginas de contactos, uno y otro, la cita fácil en boca del estómago, camino del monte de Venus. Depilada, esculpida, provocadora y breve. Tenía poco discurso. Comtemplaba bomberos al borde de un incendio que jamás se produjo, y le ardía la maldición -gitana- por encima de todo. Torso, desnudo, grasiento, escurridizo. El tamaño importaba, tanto que cualquier longitud se le hacía pequeña, corrediza, como las viejas puertas que ya no se estilan. Coleccionaba marcas, escotes y lencería, de la más fina -ella-, de la más puta -otra-. Su palabra era esófago, su vientre excitación, la sonrisa una mueca perdida entre los dientes. Se olvidó de los chistes, perdió esa seducción, apostaba intranquila por una carta extraña del tarot en barajas francesas.Soy un as -repetía. Soy la mejor -lloró. Las yemas de sus dedos quedaron insensibles a fuerza de pulsar las teclas del teléfono, y en sus mensajes cortos se escribía el cerebro, las ganas de yacer, cuerpo adentro, un buen macho. No valía cualquiera, la verdad sea dicha. Buscaba el horizonte en un margen estrecho, limitado, incapaz. Y se pensó estratega, espía y cazadora.Hablaba de sexo, siempre, como si lo tuviera. Como si el otro viera su vagina incompleta, esperando al postor. No va más. Hizo su juego efímero, levantó la cabeza, guardaba cien mil fotos en la misma postura, bailándose las aguas, el tormento de un rayo que no se partió en dos.La aventura soñada que nunca llegaría, el viaje organizado que desorganizó, los planes incompletos, el plantón, su delirio, y una serie de insultos a modo de epílogo que enfurecían mucho, demasiado revés, excesiva frecuencia. Y se pasó la vida hablando de hombres, pero no consiguió que un sólo hombre hablara de ella.

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