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Consuelo García del Cid Guerra

DOMINGO

El empleo sumergido, que ya ni se toma la molestia de permanecer oculto, vive sus mejores tiempos. Se han normalizado hace ya mucho patrones de trabajo en fraude de ley amparados sibilinamente por grandes compañías. La llamada “relación laboral” es comparable a la separación de bienes e inmuebles. Nos escandalizamos con los llamados “contratos basura”, pero eran contratos al fin y al cabo, con su seguridad social, sus cláusulas y pagas prorrateadas. Una seguridad frágil, pero real y tangible. Es decir, uno conocía su lugar de trabajo, se le asignaba un espacio y una tarea concreta diaria, y a final de mes, poco o mucho, tenía su salario fijo. Al parecer, el hecho puede considerarse a día de hoy un verdadero lujo. No solo por la escasez de trabajo, sino por el descaro manifiesto con el que grandes empresas funcionan a golpe de contratos mercantiles: Puro papel mojado. No hay horario, solo presión para vender. Dicen que la venta es un arte y es puro comercio fariseo. Los “comisionistas” de antaño han pasado a mejor vida. Eran aquellos sobrados que, ensobrada, recibían una cantidad determinada por presentarte a alguien a través del que se cerraba una operación de negocio. Y siempre nos lo mostraron como algo muy feo, cuando se trata de un acuerdo tácito entre dos partes, no tiene mas, no hay trampa, ni engaño ni cartón. Lo de ahora tiene delito y al parecer, no pasa nada. “Te pago si vendes, y si no vendes, ni un euro”. Y así se generan grandes equipos piramidales a pie de calle para dar el soberano rollo a los llamados “particulares”, que están en sus casas y son asaltados por vendedores de cualquier objeto, servicio o producto. Son entrenados en cursillos sectarios a voz en grito y con humillaciones incluidas para detectar el instante preciso en el que ese futuro comprador será vencido y al fin firmara un contrato que –sin saberlo- le atara por tres años a una financiera, pero tendrá su enciclopedia , su depurador de agua , su vaporetta o su colchón. Y el hábil vendedor le comerá la olla de tal modo que no podrá entender como había podido vivir sin ello hasta la fecha. Pero cuando se quede a solas en el saloncito observara la copia del contrato con su firma estampada para los restos, se pondrá las gafas de ver de cerca y leerá la letra pequeña, ay dios, y entonces se sabrá atrapado, confundido, engañado, debilitado, y hasta puede que salga al rellano de la escalera por si aun encuentra al vendedor, pero no estará porque sabe que debe largarse pies en polvorosa antes de que el cliente se arrepienta. En cualquier caso, no es más que una extensión de la realidad vigente, porque al empleo sumergido se llega tras haber agotado todas las paginas de búsqueda de empleo y llamar a todos los amigos, conocidos y circundantes. Uno piensa que los de siempre, los que sabe situados, le van a ayudar. Y lo piensa porque es lo que se supone que haría cualquiera, pero de pronto se percata de que el situado no es un cualquiera puesto que se ha convertido en un potentado. Puede que no sepa ni tenga mucho, pero esta. Y por seguir en su lugar levanta una coraza de acero similar al muro de Berlín. Escucha lo justo, atiende muy poco y siempre tiene prisa. Tal vez le puede el miedo, la sensación incomoda del peligro, esa forzosa ayuda de fuga hacia delante para que no se altere su perfecto cuadrilátero vital. Tal vez, seguramente, nunca fue tu amigo. Y entonces tienes ganas de recordarle cosas, de vomitar esputos, de decirle el nombre de la bicha o de su puta madre. Pero no. Pasas de largo como se ignora al maligno, como se huye de la bestia y como se rinde el enemigo. No buscas ni siquiera un refrán que justifique ese sentimiento, ni una sola frase que te acoja. Intentas que el minuto sea benigno y recuperas las cosas que siempre valieron la pena, las que no te fallaron, las que, autenticas, preciosas y salvajes, siguen ardiendo dentro de ti por pura necesidad. Te necesitas limpio, egregio, cabal y luchador. Sin más armas que tu propia conciencia, esa que te permite contemplar amanecer y te provoca, todavía, un gran escalofrío cuando se pone el sol.

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