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Consuelo García del Cid Guerra

DE LO PUBLICO Y LO PRIVADO

 

 

 

 

 

 

“Hay que diferenciar siempre entre lo publico y lo privado”. Esta frase la repetía alguien -muy cercano a mí en su tiempo- varias veces al día. Lo hacia de forma recurrente y obsesiva puesto que era su estandarte vital. No era una persona pública pero se moría por estar en todas partes y salir en la foto. Llegaba incluso a suscribirse a todo tipo de periódicos , revistas y ongs, tras comprobar previamente que alguna firma relevante, famosa o política, se encontraba entre los viejos suscriptores, colaboradores o directores de la publicación. Escribía cartas , pagaba cuotas por estar, figurar y aparentar. Se acercaba con maniobras arteras , incluso surrealistas, para ser invitado a todos los eventos posibles. Llego a inventarse un apellido compuesto que no tenia, añadiendo un guión al segundo y colocando seguidamente el tercer apellido de su madre. En publico era encantador, brillante, ingenioso, incluso divertido en ocasiones. Bebía socialmente y el alcohol le colocaba en discursos políticos acertados, justo a tiempo y muy en su línea. Hablaba de la guerra civil como si hubiera participado en ella, de la mafia como si la hubiera desarticulado y de la eta como si conservara peligrosos secretos. Todo lo que hacia y decía –así se expresaba, textualmente- “era de altísimo nivel y con informaciones confidenciales que no puedo por ahora revelar”.   . El tipo consiguió medrar lentamente a costa de comidas cuyas sobremesas se prolongaban hasta las seis de la tarde, de hacer favores que nunca le pedían, de esforzarse enfermizamente en tener el mismo coche que otro, la casa en la costa, de pagar todas las cenas y todas las copas. No obtuvo especiales amigos pero si una serie de apóstoles mediocres que le seguían en su “carrera” personal en busca del poder. Porque era el poder. Era un hombre que ansiaba, por encima de todo, llegar a una pequeña parcela, por insignificante que fuera, de poder.

Se aseguraba de izquierdas y solidario, inteligente, guapo, elegante, educado y de buena familia. Como nunca se lo dijo nadie, solo el hablaba cansinamente sobre si mismo, siempre con una buena tranca de JB. Para hacerse escuchar repetía una y otra vez la misma frase, pisando el discurso de otro, y para hacerse creer alzaba la voz en exceso, al borde de la ofensa, pero con la habilidad de saber mantener una extraña confusión ajena entre la pasión y la pelea, siempre al borde del puñetazo y rondando la chulería del acomplejado.

Con los años conocí todos sus gestos y estrategias. Sabía que cuando se pasaba las manos alrededor de la cabeza se sentía inseguro, y que cuando salía del lavabo no se había lavado las manos. Supe muchas cosas más que colocarían a cualquiera a la altura del mismísimo betún. Olvidaba, por cierto, que sentía un placer especial ante los limpiabotas, cuando le lustraban los zapatos en los bares mientras se fumaba el puro y bebía el tercer JB.

Era de provincias y no hablaba en exceso de su tierra natal. Sin embargo, cuando en verano volvía a ella, lo hacia como un nuevo rico triunfador. La primera vez que estuve en casa de su madre se me desencajaron las mandíbulas. Lo que el llamaba “de buena familia”, consistía en tirarse pedos a la hora de comer, pelearse por dinero, eructar y beber. Aquella estancia mantenía todo el mal gusto de España concentrado en poco más de noventa metros cuadrados. Muebles catetos, tapicerías imposibles, cuadros esperpénticos y un collage atroz de fotografías familiares. Absolutamente nada que ver con los relatos de una supuesta aristocracia que existía únicamente en su calenturienta imaginación. Y un día conocí a su mujer. Era tan delgada que parecía estar a punto de desaparecer. Sus ojeras violetas y aquel gesto de amargura permanente me llenaron de inquietud. No debía llegar ni a los cuarenta quilos. Nunca sonreía, le miraba con miedo y asentía lánguidamente ante todas las intervenciones dialécticas de su marido. Entendí casi de inmediato que aquel cadáver andando formaba parte de sus mas bajos instintos. Que estaba hecho a su imagen y semejanza. Que ella, sin decir nada, lo revelaba todo. Pero nadie, jamás, pronuncio un solo comentario al respecto.

Me la encontré hace poco en un restaurante. No la reconocía. Estaba radiante, le brillaban los ojos, había engordado y lucia una silueta envidiable. Pasaron quince años pero parecía que ella tenía quince menos.

Semejante transformación no era producto de una clínica, tratamiento o terapia alguna. De inmediato me contó que se había separado hacia mucho.

-¿Te maltrataba, verdad?

-Si –me respondió-. De la forma más maquiavélica y cruel que nadie pueda imaginar. Nunca me puso la mano encima. Siempre me decía que nadie me creería, y que si le abandonaba, seria una ruina social …

 

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