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Consuelo García del Cid Guerra

no, woman, no cry ...

 

Sebastián decidió dejar Salzburgo, su ciudad natal, tras unas vacaciones en España.

 

Tanto él como su esposa, Julia, se habían quedado sin trabajo y añoraban el sol y la

 

playa, como tantos nórdicos. Se lanzaron a la aventura en quince días, sin conocer el

 

idioma pero encantados de iniciar una nueva vida con su hijo de ocho años, Leo.

 

Viajaron de noche bajo la luz de una hermosa luna llena. Según se alejaban de Austria

 

hacia Suiza y posteriormente hasta el sur de Francia, el termómetro del interior del

 

coche iba añadiendo grados a la temperatura. Sebastián condujo todo el tiempo sin

 

pronunciar palabra y sintiéndose fuerte e ilusionado. Dejaban para siempre el frío, la

 

 nieve y la lluvia. Eran una familia feliz como pocas.

 

Veinte años de matrimonio, de unión verdadera, de amor de verdad. Todos sus amigos

 

se despidieron llorando, y ellos no lo entendían. El trajín de su marcha, todos los

 

asuntos que quedaban por resolver, como vender sus muebles, uno de los coches, y

 

preparar un equipaje para siempre, no les dejó el tiempo necesario a detenerse en la

 

reacción de los demás.

 

Su vida entera quedaba en Salzburgo. Sebastián sabía que nunca más volvería, que se

 

trataba de un viaje sin retorno. La vida ya tenía sentido en otra parte. España.

 

Había visto un anuncio en una revista alemana meses atrás. Un austríaco alquilaba casa

 

con jardín en la Costa Blanca, cerca de Calpe. El precio era muy económico. Sebastián

 

 guardó el recorte en su bolsillo durante varios días, hasta que finalmente se decidió a

 

llamar. Bastó con ver aquel hermoso lugar para decidirse casi de inmediato.

 

Sebastián había trabajado siempre por su cuenta. Como restaurador de cuero, tatuador,

 

tapicero de coches y de barcos. Era un hombre tranquilo, emprendedor, metódico,

 

seguro de sí mismo. Llevaba una larga melena y acostumbraba a vestir de forma

 

aventurera, de hecho podía parecer un aventurero, pero no lo era. Amaba el mar, el

 

deporte, la montaña. Amaba a Julia.

 

En veinte años la habría engañado unas cuatro o cinco veces con rollos de una noche,

 

pero jamás había tenido aventuras. Era sustancialmente fiel a Julia, se podría decir que

 

comprensiblemente fiel, mucho más que cualquier otro hombre.

 

Julia era una mujer muy guapa. Morena, con los ojos pequeños y separados pero vivos,

 

brillantes y curiosos. Miraba feliz y transmitía una mirada feliz, porque ella lo era.

 

Supo crear su pequeño mundo casi a la perfección. Era un ama de casa ejemplar.

 

Todo estaba siempre ordenado, dispuesto, sin olvidar detalle. Sin embargo, no le

 

interesaba nada más que eso, su pequeño mundo, absolutamente nada más. No leía

 

libros, ni siquiera revistas, y no le preocupaba lo más mínimo desconocer el nombre del

 

presidente de Francia, por ejemplo. Tampoco se esforzaba en averiguarlo. Su vida

 

pasaba como el final de todos los cuentos: “Y fueron felices…”.

 

Trabajó en una guardería infantil y más tarde en un despacho de abogados. No se

 

trazaba grandes metas pero todo lo hacía con sumo interés consiguiendo sus propósitos.

 

No era elegante pero tampoco vulgar. Carecía de un estilo definido pero conseguía darle

 

a todo su toque personal, aunque a veces se vistiera de caja de bombones o pastel de

 

crema, como el día de su boda. Eligió un traje blanco, recargado, con volantes

 

imposibles y pliegues de más. Era horroroso pero estaba muy guapa. La felicidad

 

consigue muchas veces ensombrecer lo feo y lo que está de más. Su firma seguía siendo

 

la de una colegiala, siempre que la estampaba parecía hacerlo por primera vez, como si

 

acabara de aprender, quizá porque nunca necesitó hacerlo para cuestiones importantes,

 

 puesto que exceptuando la de su acta matrimonial no firmó nunca nada especialmente

 

relevante.

En todas las fotografías aparecía siempre sonriendo. Ni sorprendida, pensativa o con

 

gesto de sorpresa. Julia sonreía siempre, consciente y sabedora de su resplandeciente

 

felicidad. La tenía y la sentía.

 

Era una persona simple con una vida simple. No quería más ni pedía otra cosa. Tenía lo

 

que quería, seguramente lo que soñó desde niña. Se hizo adulta junto al hombre que

 

amaba. Era una buena esposa, una buena madre y una buena persona.

 

 España era un reto para Julia, no tenía ni idea de cómo resolvería el problema del

 

idioma ni qué tipo de trabajo podía haber para ella, pero no le preocupaba demasiado.

 

 Su vida era feliz y tenía a Sebastián.

 

Los primeros años no fueron nada fáciles. No conseguía hablar español, su currículum

 

laboral no se traducía en especialidad alguna y carecía de historial académico. Buscó

 

trabajo pero no encontró lo que quería, por lo que durante el primer año no le quedó más

 

 remedio que ser mujer de limpieza en distintas casas. No le gustaba, pero lo hacía. Al

 

final consiguió entrar como secretaria en la redacción de una revista turística alemana.

 

Sebastián tampoco lo tuvo nada fácil. Terminó haciendo pequeños trabajos de jardinero

 

y limpiando piscinas durante mucho tiempo hasta que pudo abrir un estudio de tatuajes.

 

Se encontraron con una situación desconocida rodeada de pequeños problemas a los que

 

nunca habían tenido que enfrentarse. La vida ya no era tan feliz, y aunque no podía

 

considerarse tampoco desdichada, sí estaba ya muy lejos de ser  perfecta. La baraja se

 

 rompía poco a poco con el pasar de los días. Ya no hablaban como siempre

 

acostumbraron a hacer, contándose las cosas cotidianas del trabajo de cada uno..

 

Llegaban cansados y descontentos. Julia de limpiar casas, Sebastián de limpiar piscinas.

 

No había un solo amigo con quien hablar, eran extranjeros y no habían tenido tiempo

 

material de crearse un círculo social. Su vida en Salzburgo había sido tan distinta que se

 

había convertido en el recuerdo de un sueño lejano.

 

A sus amigos les costaba creer que se ganaban la vida limpiando, incluso Julia lo ocultó

 

durante algún tiempo. Ella seguía siendo la mujer perfecta, pero alrededor de una

 

existencia que ya no lo era. Ni siquiera entonces pudo darse cuenta de que tanta

 

perfección no tenía sentido. Los armarios en orden, la ropa delicadamente doblada, ni

 

un plato sucio en la cocina, nada por lavar, los ceniceros vacíos, la cama siempre hecha

 

y sin una sola arruga, la colada semanal dispuesta y planchada, la cena hecha, la nevera

 

 llena pero con lo justo, sin nada para improvisar. Ninguna luz encendida por descuído,

 

todas las puertas siempre cerradas, el suelo barrido y fregado, el lavabo sin rastro del

 

paso de persona alguna, ni siquiera un pelo en el suelo. Nada.

 

 Tal vez por eso la unión empezaba a quebrarse. Sin discusiones, sin peleas, sin gritos.

 

Un alejamiento también perfecto. Y el silencio.

 

Habían sido felices mientras todo lo de alrededor estaba en orden. No pasaron por

 

 problemas verdaderamente serios, no con la fuerza suficiente como para alterar sus

 

vidas.

 

Nunca discutieron. Nunca se levantaron la voz. Julia siguió sin saber el nombre del

 

presidente de Francia y sin molestarse en averiguarlo. Tampoco le importaba lo que

 

sucedía en el nuevo país donde vivían. No se esforzó en hablar el idioma y continuó su

 

existencia como si nada pasara.

 

El pequeño Leo se integró sin problemas, ajeno a la realidad de lo que sucedía..

 

 Aprendió español en el colegio a pesar de llegar sin saber una sola palabra. Hizo

 

algunos amigos y se divertía con ellos los fines de semana. Sebastián, su padre, iba a

 

buscarle al colegio todos los días. Y fué entonces cuando conoció a Livia, que acudía,

 

como él, a buscar a su hijo. Estaba embarazada de ocho meses y era una mujer

 

bellísima. Hablaron desde el primer día. Ella le ayudó con varias gestiones burocráticas

 

con su residencia y le indicó cómo solucionar asuntos que para Sebastián eran en aquel

 

 

momento muy complicados como extranjero.

Se fijó en Livia porque para Sebastián, una mujer embarazada significaba algo

 

tremendamente especial y atractivo, la máxima culminación de la felicidad. Así

 

recordaba a Julia cuando esperaba a Leo.

 

Durante el año y medio siguiente continuaron encontrándose a diario, convirtiéndose

 

cada vez más en el inicio de una supuesta amistad, pese a que un evidente fondo de

 

deseo flotaba entre los dos desde el primer momento en que se vieron. No lo hablaban

 

ni hacían nada determinado que lo pudiera delatar, pero era evidente.

 

Una tarde, Livia le propuso que se vieran por la noche para charlar tranquilamente. Al

 

vivir en un pueblo muy pequeño y dado a las habladurías, Sebastián le propuso

 

encontrarse en una de las casas en las que limpiaba la piscina, que siempre estaban

 

vacías. Le dijo a Julia que había quedado con dos tatuadores de la zona. Fué su primera

 

mentira.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Acudió con dos botellas de vino. Pensaba que algo podía suceder, pero no estaba seguro

 

del todo. Livia le atraía con una fuerza desconocida. Le gustaba, la deseaba y

 

coqueteaba con ella de la misma forma que ella lo hacía con él. Nunca habían estado

 

sólos. Sebastián sabía que aquel primer encuentro significaba el primer paso de algo.

 

Livia estaba también casada. Su marido era muy conocido en el pueblo y gozaba de una

 

gran posición social y económica. Habían tenido una hija con problemas de minusvalía.

 

Era una mujer interesante. Descarada, divertida, ingeniosa e impulsiva.

 

Tras una larga charla en la que rieron animadamente, empezaron a tocarse. Varias

 

 secuencias de besos entrecortados  y con cierta timidez por parte de los dos, dieron

 

paso a las manos y los cuerpos. Livia le hizo una felación mientras Julia dormía

 

plácidamente esperando a Sebastián, quien, desde ese preciso momento, supo que

 

acababa de hacer algo irreparable, y que no era más que el principio.

 

Llamó a Klaus, su mejor amigo en Salzburgo. “Sé que no voy a salir de esto. Sé que lo

 

voy a destruír todo, pero no puedo evitarlo”.

 

Llegó a casa sintiéndose insoportablemente culpable. Miró a Julia. “Que no se dé cuenta

 

de nada, que no lo note…”. Fué la primera vez que no pudo dormir. Acababa de

 

inaugurar muchos años de insomnio y de mentiras. Su vida ya no era simple. Su

 

existencia había iniciado una pendiente peligrosa. Deseaba a Livia, casi la amaba, pero

 

seguía queriendo a Julia.

 

Antes de meterse en la cama, recibió un mensaje en su teléfono móvil. Era el primero de

 

la larguísima sucesión de frases cortas que vendrían a lo largo del día, a cualquier hora.

 

 Era también la primera señal de un elemento nunca tenido en cuenta para estar

 

conectado con su amante. Llamadas, palabras, mentiras, encuentros. Quería encontrar la

 

forma de sentirse en paz pero no lo conseguía. Era una sensación completamente

 

desconocida, pero con un fondo placentero y excitante.

 

Veinte años junto a la misma mujer, sin una sola crisis, sin dudas y sin un momento de

 

celos. Sebastián se confundía por dentro y por fuera de la misma forma en que iba

 

aprendiendo a hablar español teniendo la mejor de las maestras, su ya amante Livia.

 

No podía dormir pero temía estar dormido por si hablaba en sueños. Se sentía nervioso

 

y no se lo podía permitir porque siempre fué un hombre tranquilo.

 

Los encuentros con Livia empezaron a ser cada vez más frecuentes y apasionados. “No

 

 podemos dejar de follar con nuestras respectivas parejas porque se darán cuenta”, le

 

decía. Y ambos continuaron manteniendo sexo por las dos partes. Dos partes que

 

formaban un triángulo encendido, casi definitivo. Sebastián se había enamorado

 

perdidamente de Livia. Sus artes amatorias, dignas del kamasutra, le enganchaban más

 

 y más deseando una nueva cita. Los mensajes por teléfono y las visitas inesperadas a su

 

taller de tatuajes le hacían sentirse distinto y vivo. Julia parecía no darse cuenta de nada,

 

por lo menos al principio.

 

Secretos, señales, silencios, respiración entrecortada en muchos momentos del día. La

 

mentira es insoportable al principio, pero se convierte en una costumbre si se practica

 

contínuamente.

 

Livia siempre quiso hacerse un tatuaje, y Sebastián ideó una forma ilegible para los

 

demás en la que dibujó las iniciales de los dos enlazadas. Las dos letras estaban

 

disfrazadas en un trival muy llamativo. Parecía un tatuaje más. Pero era la firma de dos

 

amantes que el marido de Livia tenía delante cuando se la follaba por detrás, porque

 

estaba justo en la nuca. Era el testigo de un poder privado, una revelación, casi una

 

misiva, el secreto mejor guardado con forma de dibujo, frente a la cara del encuernado

 

 marido mientras se corría dentro de ella.

 

Julia empezó a sospechar. Demasiadas salidas, avisos musicales de mensajes en el

 

móvil, o quizá lo supo desde el principio y no quiso decir nada. Porque Julia no decía

 

nada hasta que un día se decidió a preguntar. La respuesta fué: “No”.

 

Un año, dos, casi tres viviendo sobre una mentira. Livia decía también muchas mentiras.

 

No sólo a su marido, también a Sebastián. Una vez y otra llegaron a planear separarse

 

para vivir juntos. Decían amarse mientras follaban como locos.

 

“ Eso de hacer el amor no existe, decía ella. Es follar, lo que existe es follar, se puede

 

follar con amor, pero es follar”. Y Sebastián la creía mientras ella tenía orgasmos

 

practicando el coito anal. Cada encuentro era una fiesta excitante para el que ella

 

preparaba un espectáculo determinado. A veces se trataba de un strip-tease de lo más

 

profesional, otras le llamaba por la mañana para decirle que se acababa de poner una

 

lavativa, señal inconfundible de sexo anal, su especialidad. Sebastián permanecía

 

excitado durante todo el día imaginando a Livia corriéndose y gritando como una loba

 

 mientras se la follaba por el culo arañando el tatuaje como un gato en celo. Ella era una

 

 gata rabiosa. El un hombre enamorado.

 

“Fóllame, más fuerte, fóllame, házmelo”, “Más, más, más…”. Julia preparaba la cena

 

mientras una de las casas con la piscina sucia era testigo del más peligroso de los

 

secretos. Una casa se rompía, se deshacía en silencio mientras otra se llenaba de jadeos

 

y palabras dignas del porno más duro. Al día siguiente había que limpiar la piscina

 

mientras Livia se limpiaba el coño, primero mojado por Sebastián, y durante la misma

 

noche, mojado por su marido.

 

Navidades, cumpleaños, aniversarios y demás fechas a celebrar se sucedían en una vida

 

 rota que se había acostumbrado a la farsa. En todas las fotografías, Julia seguía

 

sonriendo mientras a Sebastián le salían canas y más canas. Su rostro se fué llenando de

 

arrugas reveladoras, cara de sueño, bolsas bajo los ojos y una inquietud permanente.

 

Llegaron a follar en el coche de Sebastián una tarde de invierno, ya entrada la noche, en

la plaza mayor del pueblo. Nada era suficiente y todo se hacía posible.

 

Iban juntos al supermercado a hacer las compras sin reparar en las miradas de la gente.

 

Todo el pueblo lo sabía. Absolutamente todo el pueblo.

 

“No puedo más. Voy a dejar a mi marido”, dijo Livia. Pero lo había dicho muchas veces

 

y nunca llegó a hacerlo definitivamente.

 

Julia empezó a salir por las noches. No frecuentemente, pero sí de forma extraña.

 

Seguían sin discutir ni preguntar. La casa continuaba en perfecto estado de revista.

 

Sebastián recibió una llamada del marido de Livia. “Te voy a matar, hijo de la gran

 

puta”. Lo sabía. No podía permitir que Julia se enterara por las habladurías del pueblo,

 

tenía que decírselo. Se lo diría, y dejaría a Livia. No quería romper su matrimonio ni su

 

familia. Seguía queriendo a Julia.

 

“Voy a decírselo todo y quiero intentarlo de nuevo con mi mujer. Todo esto es una

 

 locura. Es mejor que no nos veamos durante algún tiempo”. Ella dijo que estaba de

 

acuerdo.

 

Sebastián llegó a casa. Atardecía y le dijo a Julia que la esperaba en la terraza porque

 

quería hablar con ella. Preparó dos sillas y dos copas de Baileys.

 

Le contó toda la verdad. Sin alterarse, pidiendo perdón constantemente, pero

 

reconociendo que se había enamorado de Livia.

 

“Lo sabía, cabrón, hijo de puta”, le dijo sin levantar la voz y con una sonrisa irónica.

 

Acto seguido empezó a llorar. Era domingo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sebastián salió hacia las montañas con su mehari. Regresó poco más de una hora

 

después. Julia seguía en la terraza bebiendo Baileys.

 

De nuevo se sentó junto a ella. “No quiero tirar por la borda veinte años de felicidad,

 

Julia. Perdóname, por favor, perdóname. Intentémoslo de nuevo”.

 

-De acuerdo, dijo ella. Pero yo también tengo que decirte algo.

 

-¿Qué? –preguntó sorprendido-.

 

-Yo también te he engañado.

 

-¿Qué?

 

-Que yo también tengo un amante.

 

-¿Tú? ¿Un amante tú, Julia?

 

-Sí, tengo un amante.

 

-¿Desde cuándo?

 

-No mucho. Menos de un año.

 

-¿Quién es?

 

-Un inglés. Es cantante de rock.

 

Sebastián se quedó atónito. Se habían estado engañando mutuamente durante largo

 

tiempo sin que él se diera cuenta de nada. Estaba tan ensimismado en su propio engaño

 

que no se le pasó por la cabeza la idea de que Julia le pudiera engañar a él. El engañador

 

engañado se quedó mirando al infinito mientras repetía la palabra perdón insistiendo en

 

empezar de nuevo.

 

La casa seguía estando limpia y ordenada. Nada podía revelar en su interior lo que

 

estaba pasando .Nada. Hizo la cena como todas las noches y cenaron con Leo como

 

todos los días.

 

Durante seis largos meses, Sebastián hizo lo imposible por ser el esposo perfecto. Livia

 

 seguía visitándole en su taller de tatuajes con actitud provocadora y celosa, pero él no

 

flaqueó ni una sola vez. Quería a Julia, quería por todos los medios mantener la familia

 

unida. Ella se mostraba engreída y altiva. Una noche salió con dos amigas, según dijo.

 

Se escuchó el ruído del coche pasadas las dos de la madrugada, pero de pronto se

 

detuvo antes de llegar a la casa. Sebastián estaba despierto. Sabía que Julia siempre

 

paraba cuando la llamaban por el móvil.

 

-¿Quién te ha llamado? –preguntó al llegar.

 

-Nadie.

 

-¿Te ha llamado el ingles, verdad?. Me has mentido, le has visto esta noche.

 

-No.

 

-¿Seguro? ¿No me estás mintiendo?

 

-No.

 

A la mañana siguiente, mientras Julia se duchaba, revisó sus llamadas comprobando la

 

de un número desconocido justo a la hora en que el coche se detuvo. Llamó y contestó

 

una voz masculina en inglés.

 

“Como vuelvas a tocar a mi mujer, te juro que te mato”, dijo.

 

“Yo lo único que quiero es que Julia me deje en paz”, contestó el inglés.

 

Sebastián tiró la toalla. Todo estaba roto y no tenía arreglo posible. Demasiadas

 

mentiras en tres años, ya no se podía volver atrás. Sentía que toda la culpa era suya. Se

 

arrepentía tanto de haber dejado Austria…

 

-¿ Qué prefieres? –le dijo a su mujer. ¿Me voy yo y te quedas a vivir aquí, o quieres

 

quedarte tú?

 

-Ya me voy yo, respondió.

 

Y se fué dejando la casa perfectamente limpia y ordenada.

 

Sebastián volvió a ver a Livia. Follaron apasionadamente durante toda la noche. Antes

 

de marcharse, le dijo:

 

-Me he separado definitivamente de mi mujer. Estoy sólo. Ahora ya podemos vivir

 

nuestra propia vida tal y como habíamos planeado.

 

-Yo nunca te dije que me separaría de mi marido.

 

-¿Qué estás diciendo, Livia?

 

-Era un juego, no era más que un juego. Yo no voy a separarme de mi marido.

 

Y se marchó mientras Sebastián la imaginaba llegando a su casa, y la veía desnuda,

 

gimiendo como una perra, mientras su marido se la follaba por detrás contemplando el

 

 tatuaje. Era la única señal que quedaba de toda la historia. Un dibujo en la nuca,

 

escondiendo las iniciales de los dos. Y él se sentía como si le hubieran pegado un tiro en

 

su propia nuca, por detrás, a traición, de la misma forma en que él había traicionado

 

durante tres largos años a Julia.

 

Se quedó sólo, en el salón, llorando como nunca recordaba haber llorado en toda su

 

vida. Dos meses después. Julia se fué a vivir con el cantante de rock inglés,

 

entregándole a Sebastián la custodia de Leo sin poner ningún tipo de problema. Había

 

sido la mejor esposa, la mejor amiga, pero ya no era la mejor madre. Se despojó de Leo

 

con una facilidad tan asombrosa que daba miedo.

 

En aquel mismo salón permanecía colgada una foto familiar. Julia sonreía de la misma

 

forma en que la había visto sonreír el día anterior. Parecía que nada, absolutamente nada

 

había cambiado. Imaginar a Leo separado de su madre habría sido una idea de locos

 

pocos meses atrás. Había sido la mejor madre con marido, pero ya no lo era sin su

 

marido. La vida simple y la casa perfecta carecían ya de sentido, aunque seguramente ya

 

la había reproducido con otro hombre y en otro lugar. Se cuestionó entonces si Julia era

 

realmente una buena persona y dejó en suspenso la respuesta. No quería asegurarlo pero

 

ya no podía afirmarlo.

Julia sigue sin saber el nombre del presidente de Francia, tampoco el de España ni el de

 

ningún otro país. Tiene otro pequeño mundo, otro pequeño hombre y otra pequeña casa.

 

Livia  visitaba llorando a Sebastián  en su taller de tatuajes dos o tres veces por semana.

 

 La conversación entre ellos siempre era la misma:

 

-         Sebastián, es que yo te amo de verdad, repetía entre lágrimas.

 

-         Livia…decía él.

 

-         ¿Qué?

 

-         Hazme un favor…

 

-         ¿Qué?

 

-         Déjame en paz…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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