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Consuelo García del Cid Guerra

LA TRADUCTORA

 

Veronique vivía en un piso de la parte alta, aparentemente una buena zona. Todo en ella era aparente. Todo. El ático , atiborrado de muebles viejos, que no antiguos, con pretensiones de algo que fue pero que no le perteneció a ella, seguramente heredado de su madre. Espejos de grandes dimensiones con marcos dorados donde ya no se reflejaba nadie, porque estaban ahumados, como si hubieran pasado por un incendio. Sofás cubiertos de telas raídas que ocultaban una tapicería azul, cortinas de flores en colores pastel, como lo que ella pretendía ser, un gran pastel de frutas fuera de temporada, exageradamente dulzón, reconstruído tras las huellas de los dedos de media docena de niños. Si existieran las tartas de segunda mano, por imposible que parezca, Veronique las compraría para ofrecerlas a sus “amigos” en una de las reuniones que ella acostumbraba a llamar “petit comité”, donde una pierna de cordero asada quedaba en el suelo por falta de mesa, y una botella de licor de guindas acompañaba al plato más absurdo. Veronique era absurda, egoísta, quiero y no puedo, presumida, altanera, traductora y francesa. Esto último lo recordaba siempre: “Soy francesa”, una y otra vez, viniera o no a cuento.

Su edad era un misterio y era a la vez su drama. Nunca decía la verdad, y celebraba los cumpleaños sin revelar jamás cuántos cumplía. Tenía pánico a envejecer y a pesar de su paso por el quirófano seguía pareciendo vieja, patética por los liftings, que ya no servían de nada, puesto que la piel parecía papel de fumar a punto de reventar. La última operación, en la que se puso el pecho tieso, la dejó como una momia ridícula: Unos senos de chica de veinte años pegados en el cuerpo de una anciana. Todo en ella era falso, de plástico, artificial, de mentira. Se arreglaba por fuera pero su interior no tenía remedio. Pactaba con su cirujano plástico el pago a plazos de cada intervención, y siempre estaba  soltando dinero, pequeñas cantidades mensuales por la última operación, mientras preparaba la siguiente. Cara, cuello, pechos, culo, brazos, liposucciones, manos …si se hubiera quemado a lo bonzo le saldría más barato.

Su “Centro Internacional de Traducciones Europeas” era una habitación de veinte metros cuadrados situada al lado de su habitación, en el ático, donde vivían dos gatos siameses de más de doce años cada uno y con cataratas. Los gatos “Titi” y “Mimi”, estaban siempre sentados en el sillón de Veronique, a derecha e izquierda, durmiendo plácidamente. Bajo la mesa, una urna con las cenizas de su madre. La imagen de la traductora con los dos gatos y las cenizas de la difunta mientras gritaba por teléfono a alguno de “sus traductores”, era digna de la España profunda ó del París de su Francia, según se mire. Porque Veronique acostumbraba a no pagar a los traductores. Se embolsaba la pasta de los clientes y al mínimo error no pagaba. Su paso por los Juzgados por denuncias de reclamación de cantidad estaban a la orden del día. Buscaba testigos falsos y  abogados siempre distintos porque terminaban hasta las narices de ella puesto que racaneaba honorarios. Veronique lo racaneaba todo excepto sus operaciones.

Su casa era un nido de polvo, de pelos de gato y de grandes armarios donde se amontonaba su ilimitado guardarropa. También la ropa la compraba a plazos en la boutique de al lado. Vestida de Armani, con las uñas sucias y apestando a perfumes franceses que se mezclaban con aroma felino. Veronique era una gata de uñas negras.

Acostumbraba a tener servicio, pero nunca fijo. Sobre todo para el planchado. La plancha era casi un ritual para ella, y entonces se organizaba todo un espectáculo de calor y vapores mezclado con legañas de gato, ácaros, zapatos con olor a pies, pestazo a coliflor hervida y carne picada, que comía tanto ella como los dos siameses.

“Yo soy una dama”, acostumbraba a repetir mientras maldecía ó escupía a su último amante. Porque Veronique coleccionaba hombres muy determinados. Guapos, más jóvenes que ella, extranjeros y pobres. Los seleccionaba, se los llevaba a su casa y en menos de dos años todos la dejaban, por pobres que fueran. Vivir con Veronique era para darse a la droga dura, aunque ella no soportaba las drogas. No tenía problema con el alcohol, incluso se emborrachaba de vez en cuando, y su concepto de “drogas” no incluía el vino ni la ginebra.

Su último amante, Max, un tiarrón americano que había combatido en Vietnam, era alcohólico. Aprendió a hacer ensalada de flores en la isla de Wang, cosa de la que presumía Veronique en su “petit comité”.

Su forma de atrapar a los hombres siempre era la misma: Se los llevaba a casa, les daba trabajo como traductores, montadores o pintores, ella se quedaba con todo el dinero y no les daba ni para tabaco. Max traducía del inglés y era muy rápido y hábil en las simultáneas. Alto, corpulento, de ojos azules. Un hippie redomado que no encajaba en la vida de la dama traductora. Se pasaba el día encerrado en la habitación de la entrada con el ordenador, entrando en páginas porno y llamando a teléfonos eróticos.

Veronique insistía en “domesticarlo”. Le compró trajes y corbatas. Se lo llevaba a congresos y convenciones. Durante la clausura de un seminario y a la hora de la comida, rodeados de médicos e ingenieros, sirvieron un solomillo. Max no lo pensó dos veces, le pidió ket.chup al camarero , abrió el panecillo por la mitad y puso el solomillo. Los comensales le miraban muertos de risa. Veronique se quería morir. “Yo soy una dama”, repetía. De vuelta a casa, gritaba como una bruja y le insultaba: “Borracho, desgraciado, yo que te recogí de la puta calle, cómo te atreves a ponerme en ridículo de esa manera”.

-La ridícula eres tú, Veronique, vieja chiflada, no me faltes al respeto –respondía él-.

Ella pasaba del grito histérico al aullido de loca : “ ohhhhhh, mis gatitos, Titiiiiii, Mimiiiiiiiiiiiiiiii ….”. Max la miraba con cara de espanto y se encerraba en el zulo de la entrada mientras encendía el ordenador.

Veronique seguía gritando por los pasillos, continuaba insultándole: “Borracho, el día menos pensado te echo de aquí y veremos lo que haces, no tienes donde caerte muerto”.

Max se ponía los cascos para escuchar a Sinatra y ella seguía gritando y repitiendo: “Soy una dama”.

El bueno de Max terminaba dormido en el suelo, sí, en el suelo, cualquier cosa antes que dormir con ella. Nunca tenía dinero encima, Veronique se quedaba con todo. Estaba harto, muy harto. Prefería dormir en la calle antes que soportarla durante más tiempo. Primero pensó en cargarse a los dos gatos, pero los animalitos no tenían la culpa. Nunca le había levantando la mano a una mujer, pero con Veronique estaba llegando al límite. Ella le escupía, le daba patadas, le golpeaba la espalda. Max no podía soportarla más.

Al día siguiente tenía que hacer la traducción simultánea en un congreso político. Veronique estaría allí, sin dar golpe, como siempre, y se quedaría con todo el dinero.

“Yo soy una dama”, repetía Max hacia sus adentros. “Pues voy a terminar con la dama, decidió, yo me iré a dormir a la calle, pero termino con la dama, vaya si termino”.

La sala amarilla del hotel Ritz estaba llena. Políticos, periodistas y traductores, se disponían a inaugurar el congreso. Los camareros, perfectamente alineados, esperaban la señal para empezar a servir el catering. El maestro de ceremonias hizo una pequeña introducción dando lugar al inicio de las traducciones simultáneas.

Max empezó a traducir, o mejor dicho, a hablar : “Buenos días, el congreso me importa un carajo, he venido aquí para que todo cristo se entere de quien es doña Veronique, la vieja traductora del Centro Internacional de Traducciones Europeas, que no es más que una habitación de diez metros con dos gatos siameses que lo llenan todo de pelos y de mierda. Doña Veronique me recogió de la calle, yo dormía en un banco, me fichó como amante y como traductor. Soy ex combatiente de Vietnam,  alcohólico, y prefiero estar durmiendo otra vez en la calle que aguantar a esta bruja. No paga a los traductores, se queda con todo el dinero para poder seguir operándose, porque está recauchutada por todas partes, me insulta, me pega, me escupe.

No se lava la ropa, sólo la plancha. Se pasa la vida consultando a videntes sobre su destino, pero ahora, Veronique, yo voy a determinar el tuyo. No te soporto, vete a la mierda, me voy, te abandono por mi propia dignidad, y con estas palabras me cargo las tuyas, las que siempre repites, soy una dama, soy una dama…”.

La sala rompió en aplausos y risas. Muchos miraban al techo esperando encontrar una cámara oculta. Veronique fingió un desmayo, falso como todo en su vida.

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