23 de diciembre
Es difícilmente transmisible. No espero que nadie lo comprenda, simplemente transmito pensamiento. Dos veces en mi vida me he cuestionado el país donde he nacido. Dos veces. Y las dos con la misma fuerza e idéntica impotencia. Sé que no son comparables pero sí existió en mí ese hueco vacío , ese agujero negro de preguntas sin respuesta, y sobre todo, la tremenda incomprensión de muchos.
Viví la última pena de muerte del franquismo y pude manifestarme. Salí a la calle a gritar , levanté el puño y me rebelé contra aquella salvaje injusticia. La policía lanzaba botes de humo y cargaba sus escopetas con balas auténticas. Una de ellas cayó, reventada, en el suelo de la Plaza Sant Jaume, delante de mí. Me la metí en el bolsillo y todavía la conservo. Es uno de los grandes tesoros que me acompañan, casi un fetiche.
Hoy hace catorce años que Mario Conde fue encarcelado. Lo recuerdo como si fuera ahora. Fue interrogado durante horas, demasiadas. Seguí el caso Conde desde el principio. Saqué mis propias conclusiones, puede que escasas, incluso erróneas. Pero siempre supe que aquello fue una tremenda injusticia. España había cambiado mucho y con ello la forma de pensar y de vivir de la mayoría. Nos acompañó un socialismo cómodo y fácil de asimilar tras muchos años de dictadura. Parecía que no se podía pedir más y tampoco esperar más. Mentira. A Conde se lo cargaron con pre meditación y alevosía. Demasiado inteligente, demasiado carismático, demasiado líder. La envidia de todos, el miedo de tantos, la promesa inesperada que suponía un hombre cuyo historial académico estaba por encima de todo lo conocido y por conocer. Un muerto y un preso tienen mucho en común. Entrar en la cárcel no es sólo una condena, significa un arrebato vital, tiempo de menos, apropiación indebida para el inocente. Robo de tiempo. Y en ese tiempo que ahora recuerdo, muy pocos me escucharon y muchos me insultaron. “Pero cómo puedes defender a Mario Conde? Eso nunca lo habría dicho de ti, estás loca, cállate, te estás poniendo en evidencia”. Cállate. Cállate. Cállate. Esa palabra me la dijeron tantas veces que no sabía asimilarla en toda su magnitud, y me la decían todos los que nunca callaron cuando la rebelión era la única vía posible de expresión en un país castrado y enmudecido por el poder. Sí, yo estaba defendiendo a un banquero, me decían. No, yo estoy hablando de una persona, sea lo que sea, respondía. Incluso fui cuestionada en el banco donde trabajaba entonces. Celebraban la prisión de Conde como si de un triunfo personal se tratara, con cara de ignorantes verdugos populacheros y sonrisas malévolas. Seguí hablando. Nunca me callé.
Hoy, catorce años después, he escuchado de demasiadas personas “creo que tenías razón”. Iros todos la la mierda.
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