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Consuelo García del Cid Guerra

La caja de ahorros y el monte de Piedad

La caja de ahorros y el monte de Piedad

 

 

 

“A Dios pongo por testigo que no podrán derribarme. Sobreviviré, y cuando todo haya pasado, nunca volveré a pasar hambre, ni yo ni ninguno de los míos. Aunque tenga que mentir, robar, mendigar o matar .. ¡ a Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre ¡ ”

                                                                                   

 De “Lo que el viento se llevó”.

 

 

Piedad gritaba como una loba  las mismas palabras de Scarlett . Perdida, enajenada y sola, en la montaña del Tibidabo. Aquel parque de atracciones, también parado, le producía una extraña desolación. Piedad quería subir a la noria pero no funcionaba. Piedad quería entrar en el castillo del terror pero sin miedo. El invierno regresaba lentamente con forma de traición. Había guardado todos sus ahorros en una caja que acababa de ser intervenida. Era la primera pero no iba a ser la única. Piedad creía que el gobierno se quedaría con todo su dinero. Que una nueva forma de poder amanecía, armada y desarmando. Estaba en el paro. La empresa donde trabajó durante quince años acababa de cerrar sin liquidar a nadie. Quiebra fortuita, les dijeron a los desafortunados.

Piedad recordaba en nombre de otros y no sabía rezar. Por eso maldecía sin maldad, lloraba sin lágrimas y cojeaba sin muletas. Nada estaba físicamente fracturado. Todo se encontraba definitivamente quebrado.

Piedad rogaba en el monte que volvieran los suyos. Por lo menos uno. Temblaba como una hoja y miraba los árboles. Ya pensaré mañana, se decía. Pero tal vez mañana amanezca con otra caja intervenida. Caminaba hacia el atajo, bajando la montaña. Sin sonrisas ni lágrimas. Una mancha de grasa en su vestido cuyo origen no acertaba a recordar, parecía haber hecho desaparecer toda señal de dibujo. Antes eran flores. Ahora le recordaba al chapapote. Y piedad corrió. No sabía hacia dónde, pero sí cuesta abajo, desenfrenada y pálida.

Se le cruzó un conejo: “Llegas tarde” –le dijo-, mostrando un reloj de sol.

-Llévame donde Alicia, por favor. Llévame al país de las maravillas ¡¡

-Es un lugar que no existe –le respondió el conejo, pasando de largo-.

De pronto, sintió la necesidad de escuchar a Marisol cantar “La vida es una tómbola”, de acariciar un disco de vinilo y quitar suavemente el polvo con una gamuza roja.

Llevaba en el bolso la última factura de la luz. Atardecía. En la nevera no quedaba nada más que manzanas y una pizza congelada, como ella.

Se dirigió al Corte Inglés y robó su perfume. Aturdida y nerviosa, se metió en el bar más cercano. Necesitaba una copa.

- “Un lladre” (Un ladrón)- le pidió al camarero. Y en menos de dos minutos , la botella de Ron Pujol se inclinaba, mientras las gotas caían rápidamente hacia el fondo del cristal. Piedad se la bebió de un solo trago.

De nuevo, y casi como una oración, volvió a repetir:

“A Dios pongo por testigo que no podrán derribarme. Sobreviviré, y cuando todo haya pasado, nunca volveré a pasar hambre, ni yo ni ninguno de los míos. Aunque tenga que mentir, robar, mendigar o matar .. ¡ a Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre ¡ ”

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