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Consuelo García del Cid Guerra

ESCRIBIR

 

 

 

 

 

Nunca pensé estar tocada por la mano de los dioses, ser una elegida o un genio. Tampoco me cuestione el talento hasta que conocí el de otros. Una inseguridad enfermiza me ha acompañado siempre, en ocasiones vergüenza.

La necesidad de escribir es algo que recuerdo como el hecho de respirar. Incluso antes de crear nada, acostumbraba a anotar en un cuaderno los argumentos de las películas que veía. No tenía mas de seis años. Cuando en el colegio nos propusieron concursar en el certamen de redacción de “Coca Cola”, cuatro compañeras mías me pidieron que escribiera también la suya, y puesto que ellas me pasaban todos los deberes de matemáticas, me dispuse a escribir las cuatro redacciones además de la mía. El susto fue mayúsculo cuando nos informaron de que las cinco habían sido seleccionadas. “Oye –me dijo Elena- tu escribes muy bien, podrías dedicarte a eso, piénsalo”. No tenía mucho que pensar porque empezaba a saber quien era. Al comunicar en mi casa que quería dedicarme única y exclusivamente a escribir, se armo la de dios es cristo. “Vas a ser una desgraciada, una muerta de hambre, acabaras relacionándote con la peor gentuza, borrachos, locos y drogadictos”. Tal fue la reacción familiar, que mi madre rompía todo lo que yo escribía. Todo. Y como lo hacia a mano, muy pocas veces pude recuperar los trozos de papel de la basura, de modo que empecé a escribir con zumo de limón, cuyo efecto es invisible. Primero desaparecían los limones de la nevera con demasiada rapidez, y mas tarde yo misma los compraba a docenas, exprimiéndolos y guardando el zumo en una botella, escondido en una caja con varios pinceles y cuartillas. Pensaron que me drogaba con “acido”, fabricando unas pociones que ni ellos sabían explicarse. Cuando les dije que lo utilizaba para escribir, amenazaron seriamente con llevarme al psiquiatra. Fue mi amiga Elena, en adelante, quien me guardaba las cuartillas, absolutamente convencida de haberse convertido en la mecenas de un portento literario, hasta que al fin llego la primera maquina de escribir. Era una olivetti pesada de color verde muerto. Mi familia había asumido que “nunca llegaras a nada”, y me dejaron hacer. Compre una mesa en los encantes viejos, mil cuartillas, otros mil folios y una caja de papel carbón

“kores”. Publique por primera vez en “Ajoblanco”. Cuando me hice el carné de identidad, al preguntarme la profesión, yo dije : “escritora”. Pero me contestaron muy secamente que aquello no se podía poner y además no era una profesión.

La funcionaria de la comisaría insistía en lo de “estudiante”, yo le replicaba una y otra vez que era falso porque ya había terminado mis estudios. Entonces, con una cara de vinagre inolvidable, pretendía que cediera a lo de “sus labores”. Y un carajo, le dije. No estoy casada ni soy ama de casa. A mi no me pone usted lo de sus labores porque le monto un pollo considerable.

La cola empezaba a quejarse, claro. Y al final puso lo que le dio la gana, es decir, “estudiante”. Mientras salía, pude escuchar el siguiente comentario: “Esta es una borracha o se droga. Pues no dice que es escritora, como todos, una borracha”. No tenia –todavía.-  la menor idea de a quienes se refería al decir “todos”, pero si que no merecía el mínimo respeto por el hecho de pretender que apareciera la palabra “escritora” en el dni.

Fue en 1980 cuando publique mi primer libro de relatos. No tenía distribuidora y yo misma repartía ejemplares por las librerías. Los dejaba en depósito y pasaba cada dos meses a cobrar. Mas tarde llegaron las revistas de poesía, iniciativas privadas, tertulias, recitales y conciertos. No seria justo decir que “nunca paso nada”. Era casi feliz. Dormía muy poco, escribía durante la noche y gran parte del día. Gane un certamen por el que me pagaron dos mil pesetas, pero no necesite demasiado tiempo para comprobar, tras grandes esfuerzos, que no podría vivir de eso. La elección era suicida. No podía mantenerme ni en una buhardilla compartida, pero escribir era una necesidad, algo fundamental, formaba parte de mi. Cuando me hablaban de “hobby”, me ponía como una fiera. “Que no, que escribir no es como el macramé, a ver si me entiendes, que no es un cursillo de cerámica, es personal, es vida, imprime carácter”.

Pasado el tiempo –y viene siendo mucho- , las cosas cambiaron sensiblemente. Editores que cobran por publicar, escuelas y talleres que enseñan a escribir, mediocres que consiguen una fama discutible, premios de antemano concedidos, amiguismo, fantasmas, camas y relaciones privadas públicas. Fuera de esa soledad elegida en la que pasan las horas, se altera el ciclo del sueño y la alimentación, de las obras rechazadas, la suerte que no llega o le corresponde a otro, se sigue escribiendo. Puede que para la mayoría nunca sea nada importante, que nos atraiga el abismo y una forma de entender la vida distinta del resto. Algo que se ha hecho siempre, a pesar de los pesares y por encima de todo, se hace irremediablemente importante.

Los pocos, muy pocos, que han apostado por la literatura como medio de vida negándose a trabajar en ninguna otra cosa, merecen mi más profunda admiración. Que nadie piense que viven del cuento, porque ellos, sobre todos, escribirán todos los cuentos.

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