Ser Vicio Social
Se levanta con una angustia acostumbrada. Durante algunos minutos está al borde del llanto. No lo contiene puesto que hace ya mucho que se deja llevar. Despereza sus huesos, apostados aun, resistentes al acto de ponerse en pie. Tiene miedo. Ese lugar es frágil. Lleva ya tres semanas recogida en casa del último amigo y piensa que en cualquier momento le dirá que se marche. La calle es un gran desierto en tierra de nadie.
Entra en unos grandes almacenes y se perfuma sin disimulo con Chanel 5. Busca los probadores de maquillaje, sombras de ojos y barras de labios. Sale hecha un brazo de mar camino de la oficina de empleo para sellar su tarjeta. Le queda para un café y se dirige al bar más próximo, donde deja el lavabo sin papel higiénico porque le ha venido el periodo. Dobla la larga hoja blanca, después la enrolla con una habilidad maestra hasta que adquiere forma de tampón. Pasa la mañana dando vueltas por el barrio, el que acaba de estrenar y donde no la conocen. Atraviesa la ciudad camino del comedor de las monjas de Calcuta, las únicas que no piden documentación y donde se puede comer sin que te hagan una sola pregunta.
No se recuerda a si misma ni buena ni mala. No retiene memoria reciente ni pasada. Sabe convivir con los restos de los demás. Restos de comida, ropa usada, bolsos viejos e incluso bragas cuya goma no sostiene la cintura. Sueña con ponerse enferma para ser ingresada en el hospital. Allí es muy feliz. La cuidan como si la quisieran y pronuncian su nombre todas las mañanas. Hace un calor casi hogareño. Casi.
Salta las barreras del metro y viaja sin pagar. Atiende cualquier descuido para robar carteras.
Se conoce las tiendas donde no hay detectores y es una profesional del hurto en supermercados. Pasea por las comisarias como si fueran hoteles, con una indolencia extrema, mirando por encima del hombro a todos los policías. Hace ya seis años que no llora por nadie.
Se siente inhóspita. No busca conversación, ni siquiera compañía. Sabe que se ha hecho fea por fuera y que no le queda el mínimo atisbo de brillo en los ojos.
FRANCISCO (LA BOHEMIA)
Letra y música: Patxi Andión
Me duele el corazón de tanto oírlo:
“Cuánto has cambiado, chico. No eres el mismo”.
Me duele el corazón, perdóname Francisco,
nueve años sin hablar y, aunque no hay timo,
yo ya no aguanto más y a estos listos
que le ponen los cuernos a Marx
voy a decírselo.
Harto ya de pervivir en hambre y vino.
Harto ya de componer para el destino.
Harto ya de frecuentar putas y puentes,
de envidiarle la sonrisa a los juguetes.
De ser experto en ladillas y tabernas,
de ese puto amanecer sin haber comido
y sacar a mear versos y penas
y cambiar toda mi pureza por un bocadillo.
Esta, esta es la verdad desnuda
y créelo, compañero, créelo
que la bohemia, la verdadera,
esa, esa es dura.
No sabe a poesía ni a aventura.
Huele a blenorragia y vino peleón.
Es obligada y diaria, no tiene sábados,
no tiene compasión.
No hay ventanas, es una cuesta abajo sin escalas,
con la barriga vacía, sin compañía,
salvo esa pequeña de la mente y la bragueta
lamiéndote como un perro por las esquinas
la eterna, diaria herida de la vida.
Y nunca perdona nada
y te hace pasar en horas
de la prosa a la bohemia
que es la prosa de la nada
y todo, todo lo más
que se consigue lograr es dureza
sin piedad, sin razones,
es criar los cojones de mear
donde los demás lloren.
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