Blogia
Consuelo García del Cid Guerra

desde la libertad

Me movía la confusión bajo la ceremonial música del armonium cuando nos congregaban hacia la capilla, oratorio o iglesia, dependiendo siempre de las instalaciones. Fuera colegio o parroquia, el altar me producía un respeto extraño. Desde el principio de mi razón buscaba el bien, la bondad verdadera en toda la extensión de las palabras que escuché y en las que jamás creí al comprobar que los actos no se correspondían en absoluto con las grandes teorías divinas. Parábolas que me sonaban a cuento, evangelio que recibí como leyenda, catecismo a modo de dictado moral no practicado por los supuestos católicos “practicantes”. Estuve en la iglesia sin mantenerme desde el momento en que pude elegir. Reflexioné en exceso teniendo en cuenta mi temprana edad mientras veía pecados mortales por todas partes. Me parecía ridículo el ayuno, la vigilia, ponerme de rodillas varias veces para levantarme otras tantas siguiendo la ceremonia. No. Sentí la palabra “no” por primera vez en la vida.

“La clase de religión es voluntaria –repetían-. La que no quiera asistir, es libre de ausentarse y salir al patio”. Lo escuché durante años hasta que al fin, recién cumplidos los doce, me levanté y salí. Todas me miraban como si fuera una delincuente. Nunca había estado en el patio fuera de las horas habituales destinadas al recreo. Y fue entonces, justo entonces, cuando empecé a pensar. Sola, sentada en un columpio que se balanceaba a merced del viento, busqué a un dios que no se me aparecía. Todas las razones que escuché, historias ejemplares, oraciones y canciones que a fuerza de ser repetidas llegué a memorizar, carecían de valor. Quizá, desde el sentimiento puro de la frágil adolescencia, esperaba una señal, algún mínimo gesto ante el camino, porque lo que sí sabía con absoluta convicción es que la vida, por temprana que sea, supone el principio de acontecimientos que no nos pertenecen, y que solo nosotros podemos enmarcar el camino a raíz de los actos, líneas definidas de conducta y principios. Yo tenía un cero en conducta y otro en matemáticas. Nunca me produjo vergüenza alguna asumir ese número que me colocaba al final como la última de la clase. Pasé una hora exacta en aquel patio mirando al cielo. No podía imaginar las consecuencias de semejante decisión: Acababa de abandonar la religión públicamente, y la abandoné para siempre. Hace muy pocos días, un amigo sacerdote me dijo lo siguiente: “Eres la atea más creyente que conozco”. Semejante definición no deja de resultar insólita. Recordé, sin esfuerzo, los ritos insistentes que la iglesia impone para definirnos una y otra vez como católicos-cristianos: Bautismo, confirmación, comunión, boda y funeral. Desde la alegría del primero, cuando un nuevo ser viene al mundo, hasta el final de sus días, las ceremonias se suceden del mismo modo en que estamos obligados a renovar nuestros documentos burocráticos sociales que nos inscriben para formar parte del sistema. Iglesia y Estado han permanecido unidos durante muchísimos años. He estado separada de ambos mientras ha sido posible. No creo en dios alguno, pero tampoco me atrevo a decir que no existe. Los hombres hemos creado todo este gran desastre : Guerras y pobreza. No temo a la muerte aunque para mí sea el final. Plantearme, siquiera, la posibilidad de otra vida en el más allá, me produce un agotamiento mental indescriptible. No tengo religión. Sé que no existen los caminos de rosas y que la suerte como concepto tampoco es real. Me niego a analizar coincidencias, energías, físicas cuánticas y medicinas alternativas. Puede que sea una gran ignorante. Pero cuando me vaya, si ese dios tan nombrado existe, estaré deseando verle la cara para hacerle miles de preguntas.

Para la libertad sangro, lucho, pervivo.
Para la libertad, mis ojos y mis manos,
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.

Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,
y entro en los hospitales, y entro en los algodones
como en las azucenas.

Para la libertad me desprendo a balazos
de los que han revolcado su estatua por el lodo.
Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,
de mi casa, de todo.

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.

Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida.

MIGUEL HERNÁNDEZ, El hombre acecha, (1938-39)

 

0 comentarios