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Consuelo García del Cid Guerra

SINE NOBILITATE. José Fernández.

Los apellidos marcan el origen de las tribus sociales. Estamos identificados desde el primer segundo en que llegamos al mundo con cuestiones de honor que no nos pertenecen, y sin embargo cargamos con esa extraña responsabilidad en manos de nuestros antepasados : Honor al nombre. Nadie es culpable de trayectorias ajenas que en cualquier momento aparecen identificándonos con hechos y deshechos en los que uno no tiene nada que ver, porque no estaba. Ni siquiera era, puesto que no había llegado al mundo. Pero el apellido está grabado con letras de fuego para el resto de nuestros días. Con él permanecemos en el registro civil y ese “predicado” nos desnuda como sujetos por y para siempre. El orgullo de una saga se basa moralmente en el buen hacer, y a partir de ese supuesto bien se otorgan los títulos nobiliarios, aunque a  cualquier estraperlista o especulador inmobiliario se le hincha el ego con grandes dosis de pasta para enaltecer una identidad valorada única y exclusivamente en su peso monetario: Entiéndase nuevo rico. El dinero abre muchas puertas y por ellas entran los advenedizos que se mueren por salir en la foto. Buscan desesperadamente su árbol genealógico y escudo de armas para sentirse alguien, puesto que el algo no les preocupa : Lo tienen.

Conocí a un tipo curiosamente acomplejado por su apellido “Fernández”. Durante años lo ocultaba bajo la letra “F”, colocando en las tarjetas de visita tras un punto y seguido el apellido de su madre, algo más original. Se llamaba José, y con la “F” que aparecía a continuación, muchos creían que se trataba de su segundo nombre, tal vez Francisco. No hace mucho,  decidió colocar su Fernández acompañado de un guión donde añade el segundo apellido de su padre. Todo un rompecabezas mental de acomplejado que se revela cuando –forzosamente- debe mostrar el documento nacional de identidad : José Fernández. Creí que se trataba de una tontería, pero al conocerle, descubrí algo mucho más profundo. Semejante gesto es el retrato de una forma de ser y de estar.

José Fernández es un snob, además de un gilipollas. El origen de esta palabra inglesa es  una contracción de la frase latina sine nobilitate ("sin nobleza”). Un snob es una persona que imita las formas de la clase alta y trata con desprecio a todos aquellos que consideran inferiores, como ellos mismos. Reproducen y mimetizan comportamientos sociales con la intención de adentrarse en sus círculos cerrados y convertirse en un miembro habitual. Van mucho más allá del famoso “quiero y no puedo”, puesto que acostumbran a poder, y por el mismo, en distinto contexto y significado, son capaces de todo. José Fernández lo era. Tanto, que por su propio nombre ya no es nadie. Ha eliminado su verdadero apellido encarado a una galería de nobles aristócratas, distintas casas reales, empresarios y personajes políticos. Solo cuando le piden su documentación le cambia el careto : Es como si le dejaran en pelotas. Se arruga cual gusano encogido y baja la cabeza, quedando en el mismo estado físico y psíquico que dejó a su ex mujer tras maltratarla durante más de una década.

La señora de Fernández sobrevivió al infierno, y como ellas hay miles. Nunca he comprendido por qué las mujeres adoptamos el apellido del marido tras el nuestro, siempre precedido del “de”. Esa interjección lo dice todo, del mismo modo que aquel guión con el que José Fernández se inventó un apellido compuesto. No sé quién miente más ni quien –si lo es- puede ser menos.

He conocido a una mujer extraordinaria. Perteneció por matrimonio a una de las familias catalanas más poderosas. Padeció lo indecible y ya no tiene miedo. Dudo que exista una sola persona en España que desconozca ese apellido. Forma parte de la historia y está rodeado de orgullo. No va a ser nada fácil construir esa entrevista, pero lo voy a hacer. Por un momento he pensado que José Fernández daría cualquier cosa por conocerla. Se quedará con las ganas.  

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