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Consuelo García del Cid Guerra

SANT PAU DE SEGURIES

 

Carlota se dejo caer sobre la cama, agotada. Tenía sed pero no estaba dispuesta a hacer el esfuerzo de levantarse a buscar agua. Tampoco se quitó la ropa.

Cerró los ojos y como en tantas ocasiones, quiso recordar alguna escena agradable, algún recuerdo feliz. A veces, para olvidar su triste realidad y poder conciliar el sueño, imaginaba que le tocaba la lotería, otras que era una cantante famosa, dependiendo de la magnitud de los acontecimientos cotidianos. Si el día había resultado mas o menos duro, o si al volver a casa había encontrado un panorama peor que el del día anterior, imaginaba una cosa u otra como una niña dibujando su futuro. Pero ella necesitaba recordar el pasado para encontrar instantes felices. Su presente no tenía ni un solo momento agradable y se había acostumbrado a vivir con ello.

Tenia que levantarse muy temprano para coger el tren hacia Zaragoza. Hacia muchos años que no viajaba en tren. La idea se le hacia apetecible, tal vez por lo inusual o porque los trenes siempre significaron algo entrañable para ella. Mientras elegía recuerdos le vino a la memoria una canción de Serrat, “Penélope”. Se recordó a si misma viajando en el tren de Ripoll a Sant Joan de las Abadeses, treinta y cinco años atrás. En los setenta, los trenes eran un símbolo de libertad a los que uno se agarraba para cantar canciones contra el régimen franquista, escalar montañas y conocer excursionistas.

“Se sienta en un banco en el andén, y espera que llegue el primer tren, meneando el abanico…” . Carlota salio de acampada con tres amigas camino de un pueblo de la provincia de Gerona llamado Sant Pau de Seguries, situado a casi mil metros de altitud. Hacia demasiado frío y decidieron quedarse en un albergue que al final resulto ser la casa del párroco. La semana anterior había escalado el Puigmal.

“Pobre infeliz, se paró tu reloj infantil, una tarde plomiza de abril, cuando se fue tu amante…”. Cuanto tiempo sin escalar, pensó. Por que dejó la montaña, como dejó tantas cosas. Decían que Carlota era la única escaladora que se pintaba los labios antes de subir., y que se pintaba también toda la cara con crema contra el frío, pero no se la extendía como indicaba el folleto, se trazaba rayas paralelas a un lado y otro del rostro, como los indios en pie de guerra.  

“Dicen en el pueblo que el caminante volvió, la encontró en su banco de pino verde.

La llamó Penélope mi amante, mi fiel, mi paz, deja ya de tener sueños en tu mente…”.

Tres chicos entraron en el vagón donde se encontraba ella con sus amigas. Entablaron una conversación, nada especial, ellos viajaban también a Sant Pau de Seguries y no tenían lugar concreto donde dormir, por lo que Carlota les ofreció el albergue.

“Llamamos el viernes, dijimos que seríamos cuatro o cinco y somos tres, no pasará nada si nos presentamos seis”. Las mochilas se agrupaban unas sobre otras, olían a tortilla de patata, a lomo empanado y a aceitunas. Todos llevaban la misma comida, algo muy frecuente entre excursionistas. “No vamos a escalar –dijo Carlota- la semana pasada subimos el Puigmal de madrugada, estoy muy cansada, solo queremos montaña para descansar y hacer alguna ruta como mucho, tal vez hasta Camprodón”.

La memoria nos entrega los recuerdos de forma extraña. Eran tres chicos, pero ella sólo recordaba a uno, especialmente a uno. Ni siquiera podía poner un rostro determinado a los otros dos, los había olvidado. Tal vez, pensó, eso es exactamente la esencia, lo que queda. Y solo quedaba uno : Marcos.

A pesar del frío, él llevaba únicamente un polo Lacoste de color granate, presumía de poder soportar la temperatura sin problemas y se golpeaba los brazos para darse calor.

Marcos era un chico atractivo, no tendría mas de 18 años. Dicharachero, simpático, ocurrente y muy divertido. Al llegar a Sant Pau, se alojaron todos en una iglesia preciosa del siglo XVII. Una única estufa de leña sirvió para calentar toda la estancia.

Las noches de los excursionistas de entonces estaban hechas para no dormir o descansar lo justo, eran horas distintas, casi prohibidas en una España ahora inimaginable para cualquier joven de esa misma edad. Eran noches mágicas de verdad, casi siempre irrepetibles, aunque no todas inolvidables. Pero aquella lo fue.

“Adios, amor mío, no me llores, volveré antes de que de los sauces caigan las hojas….”

Alguien propuso hacer una tonta sesión de espiritismo. Marcos había estado hablando de sus proyectos, quería ir a Jerusalén de pastoreo y soñaba con ser actor. Ya bastante adentrada la noche se sentaron alredededor de una larga mesa de madera. Él insistió en colocar un plato con agua justo en el centro. Se arrancó un pelo de su cabeza y lo puso en el agua.

“ Marilyn Monroe –dijo- Vamos a invocar a Marilyn Monroe”. Marcos dirigía la situación, Carlota le miraba con cierta sorpresa, era un juego, pensaba, pero él se lo tomaba muy en serio, tal vez excesivamente en serio. Imaginar que Marilin Monroe iba a hacer acto de presencia era como plantearse la existencia de dios, tan complicado como confuso, dependiendo de las creencias de cada uno. El lugar era perfecto, una noche helada y negra junto a tres desconocidos compartiendo albergue. Les unía la montaña pero ninguno iba a escalar, ese era el único vínculo entre seis personas que se acababan de conocer y que nunca más volverían a verse.

 

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