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Consuelo García del Cid Guerra

el cacique

“Era lo que había”, equivale, en sus tiempos, a “es lo que hay”, expresión utilizada para asumir, acallar o tragar, como si no se pudiera hacer nada al respecto. Esta frase común, casi slogan conformista, tiene su retranca.

Lo que hay no es suficiente -por moderno, legal o actual que resulte- para estar siempre de acuerdo. En los grandes desacuerdos se desarrolla el ingenio cultivando pensamiento.

No hace falta ser un intelectual. Basta con tener sentido común, lógica e instinto.  Elementos, por cierto, escasos en extremo.

El conocimiento técnico no sirve de gran cosa si únicamente se basa en su limitada materia, y tras él no habita material humano. Principios, justicia, sensibilidad.

Acostumbro a poner motes con gran facilidad cuando el personaje en cuestión me provoca. Hoy acabo de bautizar al “Senador Trueba”, individuo a quien todos apodaban “el cacique”. Pero yo he ido a más, porque “el cacique” es fácil, definitivo  e incluso popular, y no puede serlo aquel por todos odiado, temido sin respetar, escupido entre sueños y protagonista de cortos al más puro estilo “vendetta” siciliana.

El hombrecillo es delgado, lineal y confuso. Su sombra no tiene precio pero ha conseguido hacerse con  ingresos de potentado indispensable. Resulta sustituible, no sin un par de guerras en cuyas luchas de poder correría la sangre y los despidos. No se le echa de menos si se ausenta, pero su regreso es siempre peligroso. Aquella parcela de dominio que dejó mal guardada, le recibe con sonrisas cínicas y gestos tortuosos mientras él se dibuja a sí mismo una vez más, acusado y solemne, con ínfulas de genio.

El senador Trueba es un aspirante a cacique que revienta el intento para salir en la foto, y por traje que se ponga, le sale el garrulo cenutrio que lleva dentro. Se esfuerza por parecer, y de hecho puede incluso llegar a conseguirlo ante personajillos de su talla. Se disgusta a sí mismo del mismo modo en que disgusta a los demás. Le fascina mandar. Manda más y muy mal, como casi todos los advenedizos. Sanciona, ametralla, levanta la voz sin llegar a levantarse él. Desconoce los modos y las formas más elementales, le tiene sin cuidado. No se deja enseñar y forma cual general nocivo a sus apóstoles oriundos, ejército de trepillas que tejen una tela de araña demasiado evidente. Son las cosas del cargo.

Es de derechas por temor a la izquierda, mano con la que agita su pecado solitario al tiempo que acosa a la última rubia recién llegada. Aún así, ante su debilitada esposa se mantiene la estirpe de hábil triunfador, chulo de putas, explotador en serie , especialista en trampas y mentiras, ex obrero entregado, resentido social.

No toma drogas porque no tiene cojones. Se sabe controlado mientras el lugar pueda mantener condiciones. Se teme en las acciones donde pueda ser visto. Se pierde si se va. Se calla si le envisten. No llega ni a juglar, ni siquiera bufón de una corte medida que pierde con los días. Valga la antigüedad. Confunde el soliloquio con canto de algún pájaro al que jamás ha visto. No oye ni contempla. Tiene cartera gris, hombro sin hombre, macho y pito epiléptico que delata sudores entre los días hábiles.

Es patriota a la patria que no le vio nacer. Pero le he visto yo. Se cuela por el patio de un mobbing amateur. Usado, paliativo, manipulado, enjuto.

Es lo que hay, nos dicen.

Silencio. Se rueda…

 

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